PALMA DE MALLORCA 22 I 23 DE GENER DE 2009
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EMPRESA POSTFORDISTA, TRABAJADOR FLEXIBLE: LA ACTUAL CONSTITUCIÓN SOCIAL DEL TRABAJO*.
José Joaquín Pérez-Beneyto Abad

“Mayor que la vergüenza de la guerra es la de los seres humanos que no quieren saber nada” Karl Kraus.

“Hoy en día nos resulta más fácil imaginar el total deterioro de la Tierra y de la naturaleza que el derrumbe el capitalismo; puede que esto se deba a alguna debilidad de nuestra imaginación.” Frederic Jameson en Las semillas del tiempo.

SUMARIO: 1.Cambio de época. 2. La economía de lo inmaterial: el capitalismo cognitivo. 3. Sociedad de la información. 4. El conocimiento, bien central de las empresas postfordistas. 5. La nueva organización del trabajo, tras los límites del fordismo. 6. La empresa postfordista: la flexibilidad. 7. Nuevas relaciones sociales, nuevo mercado de trabajo. 8. Traslado a los asalariados de los riesgos de la empresa. 9. La revolución financiera. 10. Fundamentos ideológicos: el neoliberalismo.11. La nueva economía-mundo. 12. El Derecho del Trabajo bajo la tormenta.

1. Cambio de época.

Con el fin del siglo XX, la historia creó la ilusión de su desaparición: derrumbamiento del muro de Berlín y del sistema comunista, predominio de la economía estadoudinense, supremacía de la ideología neoliberal[1], difusión de las nuevas tecnologías a través de un mundo globalizado, pero también una crisis tras otra en los países emergentes, intensificación de las desigualdades entre los países ricos y los países menos avanzados, propagación del sida en África y de la enfermedad de las vacas locas en Europa, creciente actitud contestataria ante las actuales formas de mundialización, ataques terroristas contra el corazón financiero de Nueva York, y ahora la inmensa crisis financiera.

Todos esos sucesos se inscriben en un vasto proceso de transformación económica y social de escala planetaria. Se trata del progresivo surgimiento de un nuevo capitalismo mundializado bajo el efecto de dos grandes fuerzas: las nuevas tecnologías y la globalización financiera. El capitalismo no ha dejado de evolucionar en el curso de su larga historia, reinventándose de tal modo que hoy descubrimos que el mismo capitalismo tiene una historia, que en el siglo XX no se encarna como en el siglo anterior, y que en la actualidad no es semejante a como era ayer: el periodo actual significa la transición hacia una nueva etapa, la cual se caracteriza por el dominio de las finanzas y del saber.

El capitalismo del siglo XX se construyó alrededor de una figura central: la de la gran fábrica industrial. Esta instaura entre sus miembros una solidaridad mecánica. Los ejecutivos e ingenieros reflexionan sobre la forma en que los obreros sin cali­ficación puedan ser productivos. Los mismos diri­gentes son asalariados, y sus objetivos coinciden con los de sus subordinados: proteger a la empresa de los avatares de la coyuntura. Se constituyen grandes empresas que reducen los riesgos industriales. Como la socie­dad feudal, la sociedad industrial del siglo XX relacionó un modo de producción con un modo de pro­tección; selló la unidad entre la cuestión económica y la cuestión social. Durkheim explicaba que la solidaridad mecánica entre los miembros de una sociedad preindustrial daba paso a una solidaridad orgánica entre los integrantes de una sociedad regida por la división del trabajo social. A su juicio, ésta engendra un sistema de “derechos y deberes que relacionan a los hombres entre sí de una forma duradera”. En el mundo al que ingresamos, en vano se buscaría la solidaridad orgánica que Durkheim deseaba con ahínco.

El fin de la solidaridad que estaba inscrita en el corazón del mundo industrial deja abierta de par en par la manera de concebir la sociedad post-industrial. El capitalismo del siglo XXI organiza científicamente la destrucción de esa sociedad industrial. Los diferen­tes niveles de la gran empresa industrial están disociados unos de otros: se externalizan las tareas que no se consideran esenciales, mientras los ingenieros son agru­pados en oficinas de estudios independientes donde ya no se encuentran con los obreros. Los empleados encargados de la limpieza, la comida y la seguridad son reclutados por empresas especializadas.

La revolución financiera de la década de 1980 trans­forma los principios de organización de las empresas. Un accionista no tiene ninguna necesidad de que una misma empresa fabrique casas como gestione autopistas. Para diversificar su riesgo, le basta con poseer acciones de ambas. En una inversión coperni­cana de los mismos fundamentos del asalariado, serán éstos quienes padezcan los riesgos, y los accionistas los que se protegerán de ellos. Se trata del fin de la so­lidaridad que estaba inscrita en el corazón de la empresa industrial.

La formidable perturbación de las condiciones socia­les producida en el transcurso de los últimos treinta años es tal que se puede ver en ella una nueva gran transformación de una amplitud comparable a la registrada en el curso del siglo XIX. ¿De dónde surge ese nuevo mundo? Cinco rupturas[2] mayores permiten comprenderlo.

La primera es la que fue producida por la denomi­nada tercera revolución industrial que se presenta dos siglos después de la revolución industrial, la del fin del siglo XVIII asociada con la máquina de vapor. Y un siglo después de la segunda, a fines del siglo XIX, cuyo des­cubrimiento emblemático fue la electricidad.
La segunda ruptura es de carácter social, procede de una nueva manera de concebir el trabajo humano.

Por su parte, la tercera ruptura es una revolución cultural, que suele asociarse con un despertar del in­dividualismo contemporáneo, señalado por Mayo del 68 apropiado por el capital bajo el lema de que todo es posible, que viene a poner en entredicho el holismo industrial que había prevalecido hasta entonces, y facilita la globalización capitalista bajo la promesa de que vivir es como si no hubiera tiempo y como si no hubiera espacio. Promesa de omnipotencia que se vehicula a través de la tecnociencia y que se desentiende de la finitud humana[3].

La cuarta ruptura procede de los mercados finan­cieros[4]. Después de 1929, éstos habían sido puestos bajo tutela. Desde la década de 1980, previa ruptura del principio de convertibilidad dólar-oro en 1973 con Nixon, como un genio salido de su lámpara, el sector financiero retomó el ascen­diente sobre la marcha de los negocios. Por último, la quinta ruptura: la globalización, que puede interpretarse como la llegada de China e India al juego del capitalismo mundial.

Estas rupturas se articulan unas con otras de manera tan estrecha que a menudo se las confunde. Cada una procede sin embargo de una lógica diferente.

2. La economía de lo inmaterial: el capitalismo cognitivo.

Hablar de sociedad postindustrial para caracterizar estas transformaciones es ocultar las mismas, pues se designa al mundo por lo que ya no es y no por aquello en lo que se ha convertido.

En principio, puede hablarse del pasaje a una socie­dad de servicios. Se trata del surgimiento de una economía de lo inmaterial en la que la relación central es aquella que se establece entre el hombre, la idea y las imágenes. A medida que el contenido de la información y la interactividad de los productos se intensifican, todos ellos cambian de naturaleza. Su valor reside menos en sus propiedades físicas que en su capacidad para brindar acceso a prestaciones inmateriales. El valor de un libro no reside en su valor material, tiempo necesario para fabricarlo, sino en el número de lectores que atrae el autor susceptibles de comprarlo. Supone un cambio, una mutación en el contenido del valor; supone un cambio de modelo económico y los lugares estratégicos de la cadena de producción donde se crea el valor. Así es como también se desarrolla “la economía del acceso[5]”, economía en la que el intercambio de bienes es remplazado por un sistema de acceso controlado por las empresas a través de diversos procesos de arrendamiento, de leasing, de concesión, de derechos de admisión, de adhesión o de suscripción, y que definen el uso provisional de esos bienes. El acceso remplaza a la propiedad, el arrendamiento sustituye a la compra; los consumidores ya no compran, sino que pagan por servicios de arrendamiento.Con el advenimiento de una sociedad de servicios, la materia trabajada por el hombre es el propio hombre. Cualificado o no, el trabajador reanuda un contacto directo con los humanos. Los economistas anglosajo­nes forjaron un término: el “Face to Face” (o “F 2 F”), trabajo que exige un contacto directo entre el productor y su cliente.

La concepción en sí de los objetos de consumo por parte de las empresas se modifica para tomar mejor en cuenta esa hegemonía de los servicios. Los productos dejan de ser pensados como objetos dotados de características inmutables que tienen un valor definitivo, y se conciben como productos en evolución, los cuales pueden experimentar mejoras potenciales y aportar servicios con valor agregado. A menudo el producto material sólo sirve de soporte para la distribución de servicios y permite instaurar una relación permanente de servicios entre la empresa y su cliente, como en las empresas de telefonía móvil. Y ésta es la razón por la que suele venderse por debajo de su valor real, con la esperanza de que incitará al usuario para que éste consuma servicios más lucrativos: la política comercial de las sociedades de telefonía móvil se inscribe en esta gestión.

Otra transformación importante es la que se refiere a la personalización de la producción de servicios. Gracias a las nuevas posibilidades que las NTIC han introducido en términos de procesamiento de la información y de interacción con los consumidores, ha sido posible que las empresas adapten su oferta a las necesidades específicas de sus clientes. Se trata de una mutación industrial importante, hemos pasado de la producción en masa de bienes estandarizados a la producción de servicios especializados. De esta manera, las actividades más dinámicas y rentables del transporte por carretera, ferroviario o aéreo, satisfacen las necesidades de sus clientes mediante técnicas de recepción y de entregas especializadas con la ayuda de containers individualizados. Asimismo, los establecimientos financieros más rentables ofrecen una gama completa de servicios (que enlazan la banca, los seguros y las inversiones) adaptados a las necesidades particulares de los individuos y de las empresas.

Desde un estricto punto de vista contable, no cabe duda de que el empleo pasó del sector de la industria al de los servicios, así como un siglo antes se había trasladado de la agricul­tura a la industria[6]. En efecto, en el seno del Sec­tor industrial las tareas de diseño y de comercializa­ción adquieren un lugar creciente. La misma industria se terciariza y externaliza, y subcontrata todo aquello que no sea el núcleo central de la producción que suele coincidir con la producción de lo inmaterial. La cantidad de obreros que realizan tareas estrictamente industriales aquellas que consisten en fabricar con sus manos o con ayuda de un robot un producto manufacturado tiende a alcan­zar la de los campesinos.

Sin embargo, hay que descartar un malentendido. La economía inmaterial en modo alguno está libe­rada del mundo de los objetos. Ahora son menos costosos de fabricar en tanto disminuye el valor de la parte de producción, pero siguen creciendo en volu­men a los mismos ritmos que antes. Los objetos ocu­pan tanto lugar como en el pasado. Hay que seguir des­plazándolos y reparándolos. En principio, la gran esperanza de un trabajo liberado de la dureza relacio­nada con el mundo físico de los objetos ciertamente no ha ocurrido, como lo testimonia el aumento regu­lar del número de los asalariados que padecen de dolo­res físicos[7].

En el seno de este mundo terciarizado, no obstante, los obreros de fábrica se han vuelto minoritarios. En ade­lante, los obreros son más bien manipuladores o reparadores. Trabajan, sobre todo, en un entorno de tipo arte­sanal, más que industrial. Los empleados también forman una categoría en plena mutación. Hace veinte años, la mayor parte de los empleados realizaban trabajos admi­nistrativos en empresas o en el sector público. En cam­bio, en la actualidad la mayoría de ellos trabajan en el comercio o en los servicios a los particulares. El cliente se convierte en una figura central de su existencia y se presenta, a sus ojos, como quien verdaderamente da las órdenes, en ocasiones más que el propio jefe.

3. Sociedad de la información[8].

Esta primera manera de analizar la salida de la socie­dad industrial, sin embargo, no agota la cuestión, ni siquiera en el sentido estricto de una definición de los oficios que se ofrecen. Los investigadores que estudian las nano partículas o mejoran la eficacia de los microprocesado­res también integran la sociedad postindustrial. Esos empleos entran en parte en la definición de la sociedad postindustrial como una sociedad del conocimiento. En la actuali­dad, diríase más bien que se trata de una sociedad de la información. ¿Cómo caracterizarla?

Desde su origen, el capitalismo se ha desarrollado por etapas. Uno de los motores de esta evolución lo constituyen las innovaciones tecnológicas, las cuales implican una renovación de los sistemas de producción. Las innovaciones se producen en oleadas sucesivas que les imprimen su ritmo a las transformaciones del capitalismo a partir del siglo XIX, y se caracterizan por la génesis, el crecimiento y el bloqueo de los sistemas técnicos, siendo una crisis lo que señala el tránsito de un sistema a otro. Para caracterizar las revoluciones industriales, los eco­nomistas hablan de General purpose technology (GPT): tecnologías de uso múltiple cuyo potencial excede las intenciones y la imaginación de sus inventores. Cuando se inventa la electricidad, a nadie se le ocurre que per­mitirá concebir televisores o lavadoras. En el caso de la informática, la gestión creciente de la informa­ción (sobre los clientes, los administrados) explica la demanda dirigida a ese sector. Pero abre un campo de posibilidades que desborda la necesidad inicial, se pro­paga al conjunto de los sectores y modifica radicalmente su manera de concebir sus necesidades iniciales. Así, Internet excede la intención de los primeros universitarios que lo usaron para conectar y transferir datos entre las dos costas de USA, o del Pentágono ante la amenaza nuclear. A imagen de la electricidad un siglo antes, Inter­net posibilita una nueva organización de la producción. Pero los términos de esta reconfiguración escapan a sus creadores; pertenecen a otra lógica.

Así como hubo una (primera) revolución industrial a fines del siglo XVIII y luego otra a fines del XIX, es útil pensar el período actual como una tercera revolución industrial. La primera revolución industrial (1760-1875) se originó en Gran Bretaña con la siderurgia, los telares y la máquina de vapor. La máquina de vapor de Watt, la máquina de tejer de Hargreaves y la metalurgia (el primer puente metálico se construye en 1779) dan pie a los inicios de la industrialización. La segunda revolución industrial (1890-1965) está asociada a la expansión de la electricidad, del motor de combustión y de la industria química. Son la electricidad, el teléfono y el motor de explosión los que transforman el mundo.

De igual modo, una nueva revolución industrial vuelve a emerger en la década de 1970. Las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación (NTIC) constituyen una de esas olas tecnológicas fundamentales por las que se señala la historia del capitalismo, y a las que los historiadores califican como revoluciones industriales. Así las NITC se inscribirían en la tercera revolución industrial. Esta ola tecnológica lejos está de haber concluido, y el día de mañana abarcará al conjunto del campo de las ciencias de la vida. A las NITC les conciernen tres dominios: la telefonía, lo audiovisual y la informática. El origen de esta mutación tecnológica se remonta al segundo conflicto mundial, cuando tuvo lugar el desarrollo de la computadora y de la informática, resultado de la investigación, por parte de los ingleses, encaminada a lograr elevadas capacidades de cálculo con el fin de descifrar los mensajes secretos de los alemanes, y, por parte de los estadounidenses, enfocada a la concepción de la bomba atómica. Lo que hoy representa nuestra experiencia con internet y con las NTIC constituye la segunda etapa de esa revolución tecnológica. Cronológicamente en 1969: puesta a punto de Arpanet para el Departamento de Defensa norteamericano, en 1971: Intel pone a punto el primer micropro­cesador, y en 1976: comercialización de Apple u, que pronto servirá de modelo de las computadoras de oficina.

 Por lo que se refiere a la tercera etapa, ésta ya se ha iniciado: se trata de la etapa de las bases de datos que capitalizan los conocimientos.

 Las NTIC actúan en el conjunto de la economía y de la sociedad. Las revoluciones industriales precedentes modificaron profundamente, en primer lugar, la agricultura y, a continuación, la industria manufacturera. De la misma manera que el ferrocarril en el siglo XIX, y el automóvil en el siglo XX, el consumo masivo de las NTIC transformará a nuestra civilización en el siglo XXI gracias a la red universal y a la tecnología numérica. Presenciamos el surgimiento de una sociedad en la que la información y los conocimientos adquieren un lugar estratégico. Las NTIC ya son activas y se difunden por todo el tejido económico y social. Son muy pocos los sectores que permanecen al margen, y con motivo: la información es el primer ingrediente de la actividad productiva y de la vida social. No cabe duda de que las NTIC afectan ya profundamente a los sectores de la distribución, la banca y las finanzas, pero harán lo mismo en otras esferas, como son las de la salud, la educación. Esta segunda manera de caracterizar la sociedad post-industrial ilustra de otro modo las causas de la descom­posición de la empresa industrial. En la época de la globalización, las empresas tratan de centrarse sobre las actividades de nivel planetario, aquellas que llegan al mayor número de clientes. Las actividades inmateria­les, donde el costo está en la primera unidad, como, por ejemplo, la promoción de la marca, son mucho más interesantes para las empresas que la estricta fabricación de los bienes que de ahí se desprenden.

Las NTIC afectan a los sectores tradicionales de la economía mediante dos series de efectos contradictorios: un efecto de canibalización que desemboca en la destrucción de sectores enteros de actividades (el efecto negativo de internet en el correo postal o en ciertas formas de comercio), y un efecto de polinización que permite dinamizar a las empresas toda vez que suscita nuevos métodos de organización, en especial los sistemas intra o extranet, como fuente de interactividad y de creatividad de los asalariados.

Las NTIC no sólo facilitan y aceleran la transmisión de la información y de los conocimientos, sino también alteran las modalidades de elaboración del saber científico y técnico. En las ciencias cuyo objeto es lo viviente, la numerización se presta a una codificación en extremo detallada, lo que desbroza el camino a investigaciones cuya realización parecía imposible hasta el día de hoy. De la misma manera, la revolución numérica facilita nuevos enfoques y combinaciones, lo que permite obtener la naturaleza modular de los objetos, de los métodos y de las organizaciones, que es la vía para crear siempre mayor variedad en la oferta de bienes y servicios.

Existe en lo sucesivo, por una parte, un proceso de consolidación mutua entre el impulso de las actividades intensivas en la utilización de los conocimientos y, por la otra, la producción y la difusión de las NTIC. Estas últimas producen efectos en la economía, que en la década de 1990 además emergió un término que escla­rece sus desafíos: el de nueva economía; esta designa una modificación radical del paradigma habitual de la economía. La nueva economía se caracteriza por una estructura de costos totalmente atípica respecto de este esquema. Un programa es caro de diseñar, pero no de fabricar. Lo que resulta oneroso en la nueva eco­nomía es la primera unidad del bien fabricado, ya que la segunda y las siguientes tienen un costo bajo, hasta verdaderamente nulo en ciertos casos límite[9]. En el lenguaje de Marx, habría que decir que la fuente de la plusvalía no está ya en el trabajo consagrado en producir el bien, sino en aquel que concibió su concepción.

Estamos en una  era de los rendimientos crecientes. El sistema técnico contemporáneo que se basa en las NTIC, tiene una estructura de costos atípica, que se caracteriza por elevados costos fijos y, como consecuencia, por costos variables de poca monta: el costo no depende casi nada de la cantidad producida. Ejemplo de ello lo constituye la importancia de los gastos de infraestructura y de permiso (los cuales constituyen gastos fijos) de las empresas de telefonía móvil. Lo mismo puede decirse del software: es la concepción del producto la que resulta onerosa para la empresa, en tanto que su producción y su distribución tienen un reducido costo marginal. Será la primera unidad la que tenga un costo elevado. Las empresas que funcionan según ese modelo técnico se benefician de las economías de escala y de crecientes rendimientos: sus costos por unidad se abaten y sus resultados se mejoran a medida que aumentan su escala de producción. De esta manera, las empresas incrementan su tamaño con objeto de sacar el mejor partido de esos rendimientos crecientes. Aparecen los “efectos de redes”: cuanto más se vende en mayor cantidad un bien NTIC, más aumenta su valor para el usuario (elige la compañía de telefonía móvil que cuenta con mayor número de suscriptores y con la red más importante). Semejante dinámica favorece al primer entrante en cada mercado, pues este último se encuentra en condiciones de acaparar las ganancias. El productor más grande es el que se beneficia de las economías de escala de potenciales ilimitados. Sin embargo, para apoderarse de esta ventaja inicial es necesario contar con una dimensión considerable, lo que explica la carrera por el crecimiento de las empresas del sector de las NTIC, el cual se caracteriza por sus numerosas y espectaculares operaciones de concentración.

Como vemos las NTIC permiten aumentar la eficacia, en particular en la esfera del procesamiento, el almacenamiento y el intercambio de información; favorecen la formación y el crecimiento de nuevas industrias (multimedia, software, comercio electrónico); e impulsan la adopción de modelos organizacionales originales cuyo objetivo se cifra en mejorar la explotación de las nuevas posibilidades de producción y distribución de la información.

Como vemos, la sociedad postindustrial fija la unidad de dos tér­minos en parte opuestos: el que corresponde al diseño de los bienes (lo inmaterial) y el que radica en su comercialización. Lo que tiende a desaparecer es la fabri­cación de los bienes como figura socialmente pertinente.

4. El conocimiento, bien central de las empresas postfordistas.

El conocimiento como un bien más pone en entredicho el paradigma económico estándar. En efecto, después del inicio de los años setenta, la parte del capital inmaterial e intelectual se ha duplicado en relación con el capital tangible o fijo, y el stock de capital inmaterial rebasa el stock de equipo material. Todas esas inversiones son la expresión de la evolución de nuestras economías hacia un nuevo modo de desarrollo: el de una economía fundada en el conocimiento y que se caracteriza por el papel medular que desempeñan los procesos de producción, de procesamiento y de difusión de los conocimientos. La variable fundamental de crecimiento será en lo sucesivo la intensidad del saber definida como la proporción de trabajadores del conocimiento. Las actividades de alta intensidad de saber, los servicios informáticos, la investigación y el desarrollo, la enseñanza y la formación, representan casi la mitad de las creaciones netas de empleos en Estados Unidos.

Ahora bien, el conocimiento[10] es un bien particular y extraño que posee propiedades diferentes de aquellas que caracterizan a los bienes convencionales, en especial a los bienes tangibles. Esas propiedades son ambivalentes: por una parte, permiten explicar que las actividades de producción de conocimiento tienen, en general, un rendimiento social muy elevado y que, por lo tanto, constituyen un factor poderoso de crecimiento económico; por otra parte, plantean temibles problemas de asignación de recursos y de coordinación económica. Pero se cuestionan tres propiedades fundamentales del paradigma económico convencional: la transparencia (cada cual sabe qué es lo que necesita y qué es lo que está a la venta), el carácter exclusivo del consumo de un bien (sólo comprándolo es posible consumirlo), y su carácter rival (dos consumidores no pueden adquirir un bien a mejor precio que un solo consumidor).

Podría pensarse que internet favorece la transparencia debido a que permite comparar los precios casi instantáneamente. Ahora bien, en el terreno de los hechos, la complejidad de los servicios vendidos perjudica a la transparencia: el usuario no sabe exactamente qué está comprando mientras suscribe su abono. Corre el riesgo de ser prisionero de una relación a largo plazo que lo coloca en una situación de inferioridad en relación con el vendedor: es el caso de los abonos a internet o la telefonía móvil. En cuanto al vendedor, éste no se encuentra en condiciones de hacer pagar el producto antes de que sea consumido, ya que los bienes y los servicios pueden reproducirse con un costo casi nulo. Por último, de acuerdo con la teoría, el bienestar de la sociedad se maximiza cuando los usuarios tienen la posibilidad de pagar los bienes y los servicios al costo marginal de éstos, es decir, al costo de la última unidad producida. Lo anterior significa que, en el sector de las NTIC, los bienes y los servicios deberían cederse casi gratuitamente debido a que su costo marginal es prácticamente nulo: en efecto, la mayor parte de los costos es fija. Si se aplicara esta regla, el productor correría el riesgo de quebrar, lo que demuestra que, en ese nuevo contexto, el razonamiento económico tradicional resulta inadecuado. Así, las características de las NTIC y de la economía del conocimiento una vez más ponen en entredicho la hipótesis de la famosa mano invisible, según la cual los mecanismos del mercado conducen espontáneamente a los protagonistas hacia una situación óptima, es decir, satisfactoria para todos. Y lo anterior plantea el problema de la regulación de los mercados y del papel de los poderes públicos en la economía contemporánea.

En la medida en que lo esencial de los costos es fijo, la economía no puede adaptarse a un régimen de competencia pura y perfecta. Si un software recién concebido fuera de inmediato puesto a competir con productos similares, la guerra de los precios de los fabricantes colocaría a la empresa en la imposibilidad de recuperar los gastos que permitieron su concepción. Con la finalidad de eliminar ese riesgo, las empresas procuran diferenciarse entre sí: se trata de uno de los aspectos de la producción personalizada que describimos con anterioridad. Sobre cada variedad de bienes o de servicios, las empresas erigen un monopolio particular en cuyas fronteras se encuentran compitiendo con los proveedores de variedades vecinas. El objetivo de las empresas de la nueva economía se cifra en beneficiarse de una renta de situación para amortizar sus costos de investigación y desarrollo sobre una considerable masa de consumidores. Las empresas dan prueba de mucha imaginación para protegerse de la competencia: realizan el esfuerzo de erigir barreras a la entrada a su mercado con la finalidad de mantener al adversario a distancia. En ese campo de batalla, las empresas utilizan todas las armas de las que disponen para alcanzar sus objetivos, entre los que figuran la corrupción o el abuso al ocupar la posición dominante, como lo demuestran ciertos casos judiciales recientes, como el proceso iniciado contra Microsoft en Estados Unidos y en la UE. La competencia es mundial y violenta. Las alianzas se rompen y se renuevan a menudo. El modelo ideal de la competencia pura y perfecta se esfuma.

 5. La nueva organización del trabajo, tras los límites del fordismo[11].

Ello nos conduce a la segunda ruptura, la de la orga­nización del trabajo, que viene no solo por la implantación de las NTIC sino también por las propias contradicciones del fordismo.

Desde el comienzo, es decir, desde 1913 el fordismo está habitado por una contradicción interna, muy pronto percibida por el propio Ford. La organización científica del trabajo (OCT), por hipótesis, es repetitiva, abu­rrida, alienante. Para escapar de ella numerosos obre­ros practican el absentismo, y obligan a la empresa a buscar reemplazantes de un día para el otro. Sin em­bargo, la OCT hace que el conjunto de la cadena sea ínti­mamente dependiente de la adhesión de los obreros, si se aburren, se abstienen, desertan y no funciona la cadena. Preocupado por esta cuestión, Ford pide la opi­nión de psicólogos, de ergónomos. Rápidamente comprende que ninguna de las vías sugeridas para remediar el aburrimiento obrero es suficiente. Su genialidad se advierte en el famoso episodio en el que de la noche a la mañana decide duplicar el salario obrero para pasar al célebre five dollars day, cinco dólares por día en vez de los dos o tres dólares anteriores. Los problemas que gangrenaban el funcionamiento de las fábricas Ford se desvanecen de manera brutal. Los obreros se presentan en las puertas de las fábricas, el absentismo da paso al deseo de hacer bien las cosas.

La teoría del salario de eficiencia permite compren­der mejor los resortes del fordismo. Según ésta, puede incrementarse la productividad de un trabajador al aumentar su salario, mientras que la idea habitual es inversa: por lo general, son las ganancias de producti­vidad las que, antes, gobiernan los salarios obreros. Toda la historia del fordismo se encuentra en esta inver­sión de los términos: al aumentar los salarios, se incre­menta la productividad. Integrando en sus salarios las aspiraciones obreras, se permite realizarlas.

En este punto, se ilumina la unidad de la cuestión económica y la cuestión social en el seno de la sociedad industrial. El fin principal de la OCT es tornar produc­tivos a los segmentos menos dotados de la sociedad. Todo el trabajo de los ingenieros y de los ergónomos apunta a hacer al obrero sin calificación lo más productivo posible. El corazón de la cuestión social, que consiste en saber cómo integrar a la sociedad al con­junto de sus componentes, es así asumida por la propia economía. No sólo se trata de dar un empleo a los obreros, sino también de velar por que sean produc­tivos, organizando la producción en función de ello. Es esa unidad entre la cuestión económica y la cues­tión social la que hoy se ha perdido.

No obstante, aquí se juega la contradicción interna del fordismo: para adquirir el asentimiento de los obre­ros no basta con duplicar su salario respecto de lo que ganaban antes; hay que hacerlo en relación con lo que ganarían en otra parte. En efecto, poco importa ganar dos veces más que ayer. Para escapar al aburrimiento, al embrutecimiento, lo importante es pensar que uno esta mejor remunerado aquí que en otra empresa. Pero la extensión del fordismo al conjunto de la economía imposibili­tará progresivamente esa fuga hacia adelante. Aislado en una sociedad artesanal, el fordismo puede prospe­rar. Generalizado en el conjunto de la sociedad, sólo puede decaer.

Los límites del fordismo se alcanzan cuando la in­flación salarial, una vez generalizada, no desemboca ya en ganancias de productividad, sino en la inflación a secas, cuando las firmas no tienen otra elección que transferir los aumentos de salarios sobre sus precios de venta. El bloqueo del sistema se torna perceptible a partir de la década de 1960, y patente durante la siguiente, en cuyo transcurso no se observa ya ninguna progresión de la productividad.

A esta contradicción interna del fordismo se añade una contradicción externa que a su vez va a rom­per el sistema industrial del siglo XX. Consiste en otra fórmula adjudicada a Ford: no esperar de sus obre­ros “ni que sepan leer, ni que sepan escribir, ni que sepan hablar inglés, sino tan sólo que no beban en el trabajo”. El trabajo en cadena fue concebido para una población iletrada, que, en efecto, no suele hablar inglés, en la medida en que a menudo se trata de una población inmigrante.

Porque el taylorismo soslaya a la antigua clase obre­ra, aquella que se había constituido progresivamente en aristocracia obrera en el seno del factory system, y de la que surgieron los primeros sindicatos nortea­mericanos. Estos últimos no piensan en afiliar a la mano de obra analfabeta que viene de Sicilia o de Polo­nia, y de la que desconfian. Por el contrario, el fordismo les abre sus puertas.

Es aquí donde se juega la contradicción externa del fordismo. Mientras los primeros obreros no saben ni leer ni hablar inglés, no ocurre lo mismo con sus hijos y nietos. Los progresos de la educación descala­bran los fundamentos del fordismo.

Así como la electricidad va de la mano de lo que se convertirá en la Organización Científica del Trabajo (OCT), el taylorismo, de igual modo la revolución informática va acompañada en la actua­lidad de una nueva organización del trabajo que parece indisociable de su advenimiento.

El hecho de que estos fenómenos estén relaciona­dos entre sí en modo alguno significa que la tecnolo­gía produce mecánicamente su propio modo de orga­nización social. Cuando se inventó la electricidad, nada indicaba que desembocaría en el trabajo en cadena. De hecho, en el comienzo se creyó que iba a rubricar la revancha de los pequeños artesanos sobre las gran­des empresas.

Este punto ilumina con claridad la naturaleza de esta indeterminación. Antes de la aparición de la electrici­dad, las fábricas que utilizaban la máquina de vapor se apoyaban en una organización del trabajo específica, el factory system. Esta funcionaba de la siguiente manera: se colocaba una máquina de vapor en el cen­tro de la fábrica para que proporcionara la energía nece­saria para el trabajo de los obreros. Ellos eran pagados a destajo, la única manera tangible en la época de controlar su eficacia. Aquí es el patrón quien aporta el capi­tal y la máquina de vapor la que reemplaza las energías naturales: el agua, el viento, la tracción animal o humana. Sin embargo, desde un punto de vista profesional la orga­nización interna de la fábrica permanece en gran medida calcada sobre el modelo de la producción medieval. Allí se encuentran cuerpos de oficios que replican el mundo de los compañeros artesanos al transmitir su saber de una generación a otra. Es un asunto de ojo cuando el vidriero o el fundidor abre el horno, de oído que acecha los ruidos de la máquina o del taller, de nariz o de piel cuando hay que apartarse del cebadero. Hasta fines del siglo XIX, el obrero de oficio es el heredero de los secretos de las corporacio­nes. Así, en una concepción totalmente elitista de su función, el principal sindicato norteamericano, la APL, la American Federation of Labor, convierte en sus inicios la adhesión al sindicato en un estricto asunto de oficios, excluyendo a los unskilled, los obreros no cali­ficados, por lo general inmigrantes.

Cuando se inventó la electricidad, los pequeños arte­sanos que padecían por no disponer de una máquina de vapor pensaron que había llegado la hora de su revancha. La electricidad traía la promesa de una demo­cratización del acceso a la energía. Permitía pensar que pronto no se necesitaría ni a un patrón ni un capi­tal. Esta promesa no deja de anticipar los primeros momentos de la revolución informática, donde del mismo modo se creyó poner fin a las grandes organi­zaciones industriales del siglo XX en beneficio de un nuevo modelo, más artesanal, el del small is beautiful.

6. La empresa postfordista: la flexibilidad.

El despliegue de las NTIC y el desarrollo de la producción de servicios personalizados se traducen en el cambio de los métodos de trabajo y de la organización internacional de las empresas. En el nuevo mundo industrial la empresa experimenta importantes transformaciones. El objetivo central lo constituye la búsqueda de flexibilidad, es decir, la adaptación permanente a la evolución de la demanda de servicios personalizados por la difusión de las NTIC, de los equipos programables y de las innovaciones organizacionales.

Los objetivos que se asigna la organización del trabajo en la edad de Internet son: la adaptabilidad a la demanda, la reactividad, la cali­dad y, sobre todo, la utilización de todas las com­petencias humanas. Estas objetividades se traducen en una polivalencia incrementada de los asalaria­dos y una delegación de responsabilidad en los nive­les jerárquicos inferiores. Las NTIC hacen que la empresa se desplace de un modelo intensamente jerarquizado, en el que la información se encontraba centralizada, a un modelo interactivo en el que la decisión está menos programada y la información está más distribuida. Con esta nueva organización, la administración se encuentra más en condiciones de movilizar a todas las inteligencias para ponerlas al servicio de las nuevas necesidades del cliente.

La empresa ha dejado de estructurarse de manera jerárquica para encuadrar a millones de obreros. La generalización de las microcomputadoras en redes, favorecida por el abatimiento del precio de esos equipos, suscita coordinaciones transversales que implican la limitación del número de niveles jerárquicos. En la empresa, la coordinación llega a ser más horizontal que vertical; el organigrama se asemeja menos a una pirámide que a una red, y así es como se desarrollan las empresas-redes, según la expresión que utiliza Castells[12]. En el seno de la producción, la reducción de los escalo­nes jerárquicos permite delegar mayores responsabi­lidades en niveles que antaño sólo recibían directivas, en tanto los trabajadores también se tornan más res­ponsables de sus desempeños.

El desarrollo de la “conectividad” de las empresas, que constituye el campo fundamental de la aplicación de las NTIC, les permite establecer relaciones directas con otras empresas (se trata del “B to B”, business to business) o con los clientes (“B to C”, business to consumer o F2F). Frente a la clientela, la socie­dad de la información permite a los productores una producción flexible, justo a tiempo y a medida.

Como nunca antes, el motor de la creación de riqueza por parte de la empresa es su capital intelectual, llegando a ser secundario el capital físico. La empresa cambia el modelo productivo: bajo el régimen tayloriano, se encontraba organizada de manera estática, sobre la base de una división técnica del trabajo la que a su vez se fundaba en una relación física entre las máquinas y los productos. Las nuevas empresas tienden a evolucionar hacia la lógica de la división cognitiva del trabajo destinada a valorar su capital intelectual. Las NTIC desempeñan un papel central en esta carrera, a saber: ellas son una poderosa herramienta de vigía tecnológica y de gestión de los conocimientos acumulados en la empresa. Internet no sólo constituye una fuente mundial de información casi gratuita, sino también una puerta de acceso, por medio del rodeo de los motores de investigación, a la información que es el objetivo y que resulta pertinente (patentes, estrategias de los competidores, etc...).

En ese nuevo mundo industrial, las dos fuentes de eficacia de las empresas son la creatividad técnica y el saber hacer comercial. La automatización ha reducido considerablemente el número de puestos consagrados a la producción. Por una parte, el empleo se concentra en las tareas de concepción destinadas a definir nuevos productos y técnicas de producción competitivas, y, por la otra, en las tareas de distribución, cuyo papel fundamental consiste en garantizar la interfase con el cliente para determinar las necesidades específicas de este último. En la empresa-red la mayor parte de las tareas se externalizan: las actividades de producción se le confían a subcontratas. Por lo que se refiere a las tareas de concepción, éstas no las llevan a cabo asalariados en el seno de la empresa, sino más bien personas más o menos autónomas, que están asociadas a las ganancias y a los riesgos de la empresa, y que participan en la red en el marco de estructuras, como pueden ser los centros de ganancias independientes o los asociados externos.

7. Nuevas relaciones sociales, nuevo mercado de trabajo.

El desarrollo de las nuevas tecnologías, el ascenso al poder de las finanzas internacionales y el surgimiento de un nuevo régimen capitalista van a la par de las profundas mutaciones de la sociedad y de las relaciones sociales. En otros términos, la transformación del modo de producción capitalista, a partir de fines del siglo XX, implica la formación progresiva de estructuras sociales y de nuevas desigualdades. En el régimen anterior de crecimiento fordista, la organización social presentaba tres características fundamentales: instituciones centralizadas, relaciones sociales estables y valores colectivos sólidos. Estas tres características tienden a esfumarse en la actual sociedad.

De acuerdo con Manuel Castells, el advenimiento de una sociedad en redes característica de la era de la información genera la descentralización de las relaciones sociales. Empresa, familia, Estado, medios de comunicación: en estas diversas esferas, transitamos de una sociedad en la que todas las instituciones estaban centralizadas a una sociedad organizada en redes. Como lo hemos visto, las nuevas tecnologías tienden a remplazar la organización de la empresa tayloriana, basada en la jerarquía, por una organización horizontal y descentralizada respaldada en la noción de conectividad. Podría pensarse que esas transformaciones afectarán a otras instituciones. Así, la organización de la sociedad en redes es un estorbo para la conservación de valores colectivos sólidos, como son la solidaridad y la ayuda mutua, que constituían los fundamentos del modelo fordista. En efecto, la descentralización de las relaciones sociales, inducida por las redes, incita al individualismo y a evitar a los demás. Incluso la noción de “bien común” se torna problemática: toda vez que la pertenencia o la no pertenencia a la red es con frecuencia invisible, ¿cómo saber entre cuáles personas un bien se pone en “común”? El aserto anterior aclara asimismo el vínculo existente entre la sociabilidad en red y la exclusión social: en una organización reticular, los más desposeídos corren el riesgo de desaparecer sin dejar huella.

Las transformaciones de los modos de producción y de consumo también han tenido como consecuencia el estallido de las relaciones salariales y la puesta en entredicho del modelo de empleo estándar. En lo sucesivo, la competencia se basa sobre todo en la calidad y en la innovación, lo que implica una mayor diferenciación de los contratos de trabajo y la individualización de los salarios. Se trata de tomar en cuenta las diferencias de calificación, de aptitudes y de motivaciones que, se supone, se encuentran en el origen del éxito económico. El valor de un asalariado reside cada vez en mayor medida en lo que lo distingue de otros asalariados, y cada vez menos en lo que tiene en común con ellos. De aquí la proliferación de las formas de empleo, el ascenso del individualismo y la disolución de las solidaridades de clase. El mercado laboral se asemeja cada vez más al modelo del mercado competitivo tal como se lo describe en los manuales de economía, es decir, poblado de protagonistas individuales. Hay allí una ruptura radical con el compromiso capital trabajo y la determinación colectiva de las remuneraciones, las cuales, durante el periodo fordista, habían permitido conservar una relación salarial uniforme y codificada por la ley. El trabajador con un modelo de relación laboral estatutaria ha saltado por los aires.

Asimismo, el estatus del trabajo se ha modificado profundamente. El contrato por tiempo indefinido, símbolo del empleo asalariado estable en la empresa y del cuasi estatus negociado en el marco de las convenciones colectivas de las ramas de producción, constituía la relación laboral característica del fordismo. Las nuevas prácticas que tienen lugar en el mercado de trabajo se encuentran en el origen del surgimiento de un estatus resquebrajado del trabajo debido en gran parte a la búsqueda de flexibilidad por parte de las empresas. Sus tres características principales son las siguientes: el empleo a tiempo parcial, los contratos de trabajo temporales y el empleo autónomo[13]. El empleo a tiempo parcial permite adaptar la duración del trabajo a las necesidades de la empresa. Practicado desde hace mucho en los países del norte de Europa por una mano de obra fundamentalmente femenina, conoce un rápido desarrollo en el resto de la EU. Los contratos de trabajo temporal, segunda forma de flexibilidad que exige el mercado laboral, afectan especialmente a los más jóvenes. De esta manera, en el momento presente, la principal fuente de desigualdad entre asalariados la constituye el trabajo a tiempo parcial y el temporal. El trabajo autónomo es parte el resultado de la creación de nuevas empresas en los sectores de servicios vinculados a las nuevas tecnologías, parte fruto de la externalización de actividades por las empresas. Esos empleos corresponden sólo formalmente a los de empresarios individuales independientes: más frecuentemente, los trabajadores autónomos y los autónomos subordinados son, de hecho, asalariados en situación de completa dependencia económica respecto de quienes dan las órdenes, pues carecen de independencia en el mercado.

Las condiciones laborales se han visto igualmente trastornadas por la reorganización de las empresas que procuran adaptarse a los datos del nuevo capitalismo: mundialización, informatización, externalizacjón de la producción, presión de los accionistas, diversidad y versatilidad de la demanda. Las innovaciones organizacionales, a las que se califica de prácticas flexibles, pretenden romper con la lógica del modelo tayloriano (explotación de las economías de escala, estandarización de los productos, un hombre = una tarea). Nuevos métodos de producción que no nacieron directamente de la revolución informática. En parte, retoman los métodos experimentados en el Japón du­rante la década de 1960, asociados con el “toyotismo”. No obstante, la informática permite radicalizar su uso y crear nuevas aplicaciones para las que se desarrollará la idea de la “conexión en red” de unidades de produc­ción complejas, tanto en el seno de la firma como fuera de ella. Al comienzo, en la década de 1980, sólo algu­nos sectores se ocuparon de reorganizar de esa manera sus modos de producción; y fue precisamente su difu­sión progresiva al conjunto de la economía lo que con­tribuyó una década después a la aceleración de la pro­ductividad en los Estados Unidos.

En lo sucesivo, los objetivos son la adaptabilidad a la demanda, la reactividad, la calidad y, sobre todo, la optimización del proceso productivo, objetivos que ponen en movimiento a todas las habilidades humanas. Asimismo, que implican la polivalencia acrecentada de los asalariados y la delegación de la responsabilidad a los niveles jerárquicos inferiores.

Impelidas por las instituciones de inversión colectiva, las empresas ejecutan nuevas prácticas en las que flexibilidad es la palabra clave: equipos autónomos, círculos de calidad, re-engineering, lean production o producción lo más ajustada posible, just a time. Esta última proviene directamente del modelo llamado de “producción toyotista”, que se funda en la eliminación de los stocks, en el justo-a-tiempo en la circulación horizontal de la información y en las sugerencias por parte de los asalariados para mejorar los desempeños y la calidad. Tres ejemplos[14] pueden iluminar el para­digma organizativo del mundo contemporáneo: el de la mecanógrafa, el del vendedor de la FNAC, y, por último, el de un empleado de ventanilla de un banco.

La mecanógrafa, primero, con la incorporación del PC y del procesador de texto, padeció una competencia temible. El procesador de texto destruye su trabajo. En adelante, cual­quiera puede mecanografiar un texto. El derecho al error que autoriza el procesador de texto conduce a que la principal cua­lidad de los mecanógrafos, poder escribir un texto perfecto, deje de ser esencial.

Este ejemplo ilustra una cuestión que descubrie­ron los economistas en la década de 1980: las nuevas tecnologías tienden a hacer más productivos a los trabajadores calificados y desvalorizan el trabajo de los menos calificados. El personal directivo que utilizaba el trabajo de los mecanógrafos está liberado de ellos: su trabajo se torna más productivo. Este razonamiento permite comprender por qué el pro­greso técnico trae aparejado un ascenso de las desigualdades en la década de 1980. Como el trabajo no califi­cado se vuelve sobreabundante, su remuneración debe bajar, y en tanto el trabajo calificado se torna más pro­ductivo, su salario puede crecer.

El segundo ejemplo que permite captar la índole del cambio organizativo es el de un vendedor de la FNAC, que ahora realiza varias tareas a la vez. Administra los stocks en tiempo real, aconseja al cliente sobre los aparatos electrónicos y lo acompaña a la caja. La cadena jerárquica clásica, donde la ejecución de la venta obe­dece a una lógica top-down, de arriba abajo, en la que cada uno ejecuta una tarea específica según un plan previsto, es reemplazada por una organización más fle­xible del trabajo: la dinámica en la que el obrero x hacía lo que le indicaba el capataz y, quien recibía sus órde­nes de un ejecutivo z, es reemplazada por una forma de organización del trabajo en que la misma persona puede recibir las informaciones, elevarlas y actuar en consecuencia.

Es posible establecer una analogía con el sistema que se experimentó en la década de 1960 en las fábricas Toyota del Japón. El sistema top-down fue cuestionado por una organización del trabajo más flexible, que per­mite a los obreros elevar las informaciones referentes a sus necesidades en piezas separadas, en colores. Se había caracterizado ese sistema con una fórmula: “pensar al revés”. Partir del cliente para subir a la producción, y no a la inversa, como ocurría en el fordismo. En su origen, el toyotismo sigue siendo bastante tosco. Para elevar las informaciones, los obreros uti­lizan un sistema de pequeños cartelitos, los kan ban, en los que indican sus necesidades. El método toyo­tista señala, sin embargo, el comienzo del ocaso del taylorismo. Permite que el obrero interrumpa la caden­cia de la cadena para reprogramar, por ejemplo, el color de los autos.

Uno de los efectos de esas reorganizaciones es redu­cir la parte de empleo asignada al personal directivo. Aquí emerge un proceso que a su vez aumenta las desi­gualdades: en ocasiones, los escalones intermedios son aspirados hacia arriba o, con más frecuencia, descla­sados hacia abajo. En la década de 1950, aún era posible reali­zar una carrera obrera, ofreciendo a los más meritorios una promoción hacia funciones más directivas. Lo propio de la condición obrera en la actualidad es per­manecer cerrada sobre sí misma, privada del acceso a los escalones intermedios que le permitirían progre­sar. A partir de ahora, existe un riesgo considerable a permanecer siempre en lo más bajo de la escala sala­rial. Cada vez con más frecuencia uno es mileurista de por vida.

El tercer ejemplo que ilustra los cambios organiza­tivos de la década de 1980 es el trabajo del cajero de un banco. Hace 30 años, la organización de un banco obedecía a una lógica taylorista común: había varias ventanillas servidas por distintos empleados, se hacía una fila detrás de una primera venta­nilla para obtener una libreta de cheques, y luego una segunda para depositarlo. A continuación, uno iba hacia la caja para retirar su dinero. Nadie hubiera pensado en mezclar esas tareas, como tampoco en encargarle a una misma persona la función de clasificar los cheques y de responder el teléfono. Sin embargo, en la actualidad es el mismo empleado quien hace todo, o casi todo: cobra los cheques, entrega a los clientes el dinero que van a retirar, consulta su cuenta, da informaciones sobre la apertura de una cuenta o acerca del uso de una tarjeta de crédito, responde el teléfono, acciona la apertura de la puerta. Si la pregunta que le formulan es dema­siado complicada, antes de enviar al cliente a conversar con una persona más especializada, le gestiona la cuestión ante un servicio centralizado de resolución de dudas, pues es posible que ese tercero no exista en su oficina.

¿Qué razonamiento económico aplicar para com­prender la emergencia de esta polivalencia? Ninguno de los razonamientos señalados resulta muy convincente. La informática, por cierto, permite un tratamiento en tiempo real de ciertas tareas, lo que antes era incon­cebible. Gracias a la computadora, es posible disponer de informaciones sobre el cliente que dan a conocer de inmediato su solvencia. La informática también le per­mite al vendedor de la FNAC administrar los stocks en tiempo real. Pero responder el teléfono al mismo tiempo que se dan los billetes y se reciben los cheques se basa en princi­pios de organización del trabajo totalmente concebi­bles antes de la revolución informática. Como se ve la nueva organización del trabajo no está directamente relacionada con las nuevas tecnologías, sino con nuevos principios sociales.

Si no es la avanzada de las técnicas, ¿cuál es el prin­cipio económico que permite comprender esta reor­ganización[15] del trabajo? La explicación es sencilla, y una vez más viene del Japón: la nueva organización del trabajo hace todo lo posible para aniquilar los “tiempos muertos”. En el mundo actual, ya no se trata de pagar a alguien para no hacer nada, para esperar al cliente en la caja o en otra parte. La caza del tiempo muerto (de la muda, derroche en japonés) obliga a que un empleado siempre tenga algo que hacer. La revolución informática es útil aquí: al cliquear sobre su mouse, es posible continuar un trabajo dejado en suspenso, allí donde se lo dejó cuando lo interrumpió un cliente. Pero el principio al que obedece esta nueva organización del trabajo es externo, se trata de la consecuencia mecánica de un dato fundamental: el alza del valor del trabajo.

Entre comienzos del siglo XX y principios del siglo XXI el salario obrero fue multiplicado por siete (con respec­to al precio de las mercancías y las inversiones). A par­tir de entonces, todo principio organizativo que reduce esta parte, que sencillamente permite a una sola per­sona ejecutar las tareas antes realizadas por dos indi­viduos, conduce a ahorros muchos más importantes (siete veces más elevados) que un siglo atrás. Al res­pecto, es posible comprender mejor el interés por el pro­cesador de texto: el hecho de que el ejecutivo escriba por sí mismo su correo permite realizar un ahorro directo de mano de obra, el de la mecanógrafa. Desde ese mismo punto de vista, reducir las tareas directi­vas reemplazando al capataz por un programa infor­mático resulta interesante. Reunir las tareas de cajero y de consejero ya no tiene nada de misterioso: aquí también se intenta disminuir el tiempo muerto. En todos los casos, se trata de que el trabajador esté cons­tantemente activo, de evitar que su trabajo quede en barbecho.

 Esos nuevos enfoques de la organización de la empresa, no solo aparejados a la utilización de las NTIC, sino también directamente relacionados con nuevos principios sociales, han contribuido a los beneficios de productividad del trabajo y de la productividad total de los factores realizados por las empresas estadunidenses[16] a lo largo de la última década. Sin embargo, por detrás de la visión idílica (de la que son portadoras las sociedades de consejo en organización) de un mundo en el que los empleadores encuentran nuevos “yacimientos” de productividad y donde los asalariados están felices de asumir responsabilidades se oculta una realidad diferente. En efecto, las encuestas ponen de manifiesto la intensificación y la degradación de las condiciones de trabajo, lo que explica que ese nuevo modelo productivo haya recibido el nombre de neostajanovismo[17].

Este “neoestajanovismo” conduce a economistas a criticar la idea según la cual las nuevas tecnologías permiten ganancias de productividad en el sentido habitual del término, y ofrecen un recurso al trabajo humano que lo torna más eficaz. Si ya no hay tiempo muerto, si la gente trabaja todo el tiempo, se trabaja más y no, minuto por minuto, de manera más productiva. Evi­dentemente, se trata de un exceso: el correo electrónico hace ganar productividad sobre el correo común. Pero la observación es interesante: la revolución informática no es una revolución “energética”, como lo fue la revo­lución de la electricidad o la de la máquina de vapor. Como su nombre lo indica, se trata de una revolución de la información, que en la práctica significa una revo­lución de la organización.

Por tanto, para concluir podemos afir­mar que existe un vinculo estrecho entre la revolución informática y los nuevos modos de organización del tra­bajo, así como entre la electricidad y el fin del factor system, aunque, en ambos casos, sería falso hablar de un lazo de necesidad. Es más atinado aludir a un encuentro oportunista: la electricidad va a ayudar a Ford a realizar el programa taylorista; la informá­tica permite que la FNAC realice el programa toyotista.

No obstante, lejos de significar el advenimiento de la gran esperanza del siglo XX, este mundo postindustrial multiplica los desórde­nes físicos y mentales[18]. El recrudecimiento de los accidentes de trabajo no es fortuito. Más que desaparecer, como lo sugería la terciarización de la economía, éstos no deja­ron de progresar. La fatiga psíquica y el stress se vuel­ven frecuentes. El capitalismo moderno se nutre de exhortaciones paradójicas frente a las que los trabaja­dores no siempre pueden defenderse psicológicamente. “Ofrecer al cliente el mejor servicio posible, pero consagrándole el menor tiempo posible”, o incluso “asu­mir responsabilidades, pero sin por ello tener tantas responsabilidades efectivas en la definición del trabajo”, son imperativos frecuentes que aumentan la ansiedad. Asimismo, en ocasiones también se ignora hasta qué punto las causas físicas de los accidentes de trabajo son importantes. Los trastornos de la musculatura y del esqueleto, por ejemplo, se multiplicaron en el curso de las dos últimas décadas, para convertirse en la princi­pal categoría de las enfermedades profesionales enu­meradas. Un ejemplo particularmente esclarecedor es el del oficio de jefe de sección. Su tarea, que consistía en hacer el inventario, fue modificada por la introducción de los escaners de código de barras. Así, su misión se desplazó: antes consistía en verificar que no faltara ningún producto y, llegado el caso, en reemplazarlo. Para ellos, la informatización significó un aumento de tareas físicas: ahora son ellos mismos quienes deben llevar a la sección los productos en falta. Estas prácticas, como la rotación de puestos y el cambio frecuente de process (modo de producción), manifiestan ser poco compatibles con la aplicación de normas de seguridad. El aumento de responsabilidad que ha recaído en cada asalariado, siempre que pueda contribuir a enriquecer su trabajo, incrementa también la presión psicológica, el estrés. De modo que esas reorganizaciones habrían implicado asimismo un alza de la frecuencia de accidentes y de enfermedades del trabajo.

En promedio, las prácticas innovadoras en materia de organización del trabajo (control de calidad, rotación de los pues­tos, flexibilidad del tiempo de trabajo) generan un au­mento de los accidentes de trabajo, que varía de un 15% a un 30% relacionados, sobre todo, con fatigas físicas y con el agregado de tensiones psíquicas. Estas patologías muestran cuán optimista era la pre­dicción respecto del advenimiento de una sociedad de servicios, que supuestamente iba a liberar el trabajo humano de la fatiga física. No es ésta la que caracteriza el límite del fordismo, sino otras fuerzas, de naturaleza económica y social.

9. Traslado a los asalariados de los riesgos de la empresa.

La transformación de las relaciones sociales de producción, inducida por la nueva lógica industrial y financiera de las empresas, se ha traducido en el debilitamiento de la posición de los trabajadores, hacia los que se ha trasladado una parte considerable de los riesgos de la empresa. No hay que olvidar que el capitalismo no es un sistema filantrópico sino estratégico que ha entendido como evitar la fortaleza obrera. Por un lado, las solidaridades sociales desaparecen[19] debido al funcionamiento en red de la empresa, que externaliza una parte cada vez mayor de su producción, y al ascenso del individualismo[20]: en consecuencia, el poder de negociación colectivo de los trabajadores se ve reducido. Esa fluidez ha debilitado al poder sindical y le impide cristalizar los valores colectivos. Por otro lado, en virtud de la lógica accionarial, los asalariados se han convertido en el socio más débil de la tríada accionistas/dirigentes/asalariados. Los inversores, que defienden los intereses prioritarios de los accionistas, exigen rendimientos a la vez elevados y permanentes. En las fases de recesión coyuntural o de abierta crisis depresiva como la actual, la masa salarial constituye la principal variable de ajuste de la que disponen los dirigentes para asegurar la estabilidad de los resultados de la empresa. De esta manera, en el curso de los últimos años, el salario real ha aumentado, en promedio, menos rápidamente que la productividad del trabajo. La flexibilización de la masa salarial se obtiene a menudo por la puesta en práctica de planes sociales, a fin de responder a las amenazas de debilitamiento del valor de la acción: los despidos “bursátiles” se inscriben en esa lógica. Esos despidos obedecen en mucho mayor medida a una lógica financiera que a una industrial. Es evidente el ritmo estacional de los despidos económicos, los cuales culminan en enero y en junlio-agosto, es decir, cuando se definen y se revisan los presupuestos en las empresas cara a la Hacienda, y de ello han concluido que los despidos económicos se encuentran, efectivamente, vinculados a la gestión y a los procedimientos presupuestales más que a las necesidades industriales. En cierta forma, hoy en día la ambición de los protagonistas financieros parece cifrarse en transformar el trabajo en una mercancía tan fluida como lo ha llegado a ser el capital.

Semejante transferencia de los riesgos hacia los trabajadores muestra ser una aberración económica debido a tres razones. En principio, son los asalariados quienes asumen los riesgos, en la medida en que el trabajo se ha convertido en la variable de ajuste en las empresas. Ahora bien, de acuerdo con la teoría financiera más ortodoxa, ese papel debería corresponderle a los accionistas. En segundo lugar, la tasa de rendimiento del capital (el famoso ROE, o return on equity) del 15 por ciento, que es la que exigen los inversores, no se puede sostener a plazo: en el caso de que fuera sostenible, el crecimiento de las utilidades sería con mucho superior al del PIB, lo que significa que el conjunto de la riqueza nacional acabaría en las manos de los dueños de capitales. Por último, la principal salida de la producción de las empresas es el consumo por parte de los hogares, el cual depende sobre todo de los salarios (y en escasa medida de los ingresos financieros): ejercer presión permanentemente sobre la masa salarial y reducir a esta última en el caso de que se presenten dificultades es, pues, el mejor medio para reducir el crecimiento económico y para degradar, a largo plazo, la salud de las empresas y de la economía.

10. La revolución financiera[21].

La cuarta ruptura que permite caracterizar nuestra época es la revolución financiera de la década de 1980. O sea, la toma de poder de la Bolsa en la gestión de las empresas.

Luego del crac de 1929, el poder de la Bolsa había sido ampliamente deslegitimizado. Los accionistas habían abandonado la dirección de las empresas en manos de managers; delegación de autoridad como única solución posi­ble frente a la contradicción entre el tamaño creciente de las empresas y los recursos limitados del capitalismo familiar. Salvo excepciones, un único accionista ya no puede poseer una firma de significativa envergadura. Por lo tanto, es preciso que los accionistas se pongan de acuerdo para delegar su autoridad en un manager, que no es accionista sino un asalariado de la empresa mejor remunerado que los otros, pero sometido a un contrato de trabajo que estipula un salario fijo y venta­jas en especies mientras dure la relación contractual. La regla que Rockefeller había enunciado en materia de remuneración es que un dirigente de empresa no debe ganar 40 veces más que el salario de sus obreros. En la actualidad, la cifra norteamericana es de más de 400 veces.

 Junto con las mutaciones tecnológicas, las finanzas constituyen otra gran fuerza que se encuentra en el origen de las recientes transformaciones de la economía mundial y origen de la ruptura con el mundo fordista. La globalización financiera se define como un proceso de interconexión de los mercados de capitales en los ámbitos nacional e internacional, conducentes al surgimiento de un mercado unificado del dinero en escala planetaria. Esa evolución resulta principalmente de dos colisiones, una de las cuales es política e ideológica, en tanto que la otra es demográfica[22].

La globalización es una elección política. A lo largo de los años setenta, las principales economías capitalistas se encuentran en crisis: experimentan el estancamiento del crecimiento económico y la aceleración de la inflación, esta última amplificada por las colisiones petroleras de 1973 y 1979. La economía mundial se hunde en la inestabilidad con el derrumbe del sistema monetario internacional instaurado en Bretton Woods (1944) al finalizar la guerra, y con la generalización de la flotación de las divisas a partir de 1973. Por último, las empresas experimentaron una espectacular baja en sus tasas de ganancia a partir de mediados de los años sesenta. Los acreedores y los dueños del capital financiero pudieron ver cómo su riqueza menguaba debido a la baja de los beneficios y a la inflación. Entonces los medios industriales y financieros presionaron a los gobiernos para que éstos cambiaran de política económica y suprimieran los obstáculos que se oponían a la reestructuración salvadora del capitalismo. De esta manera, desde el inicio de los años ochenta se llevó a la práctica la llamada “revolución conservadora”, impulsada por el presidente estadounidense Ronald Reagan y por la primera ministra británica Margaret Thatcher. Ese nuevo dogma ideológico se apoya en la idea de que los estados han dejado de estar en condiciones de administrar la economía, y de que es necesario, a fin de dinamizar dicha economía, otorgarle la más amplia libertad a la iniciativa individual y al espíritu de empresa. De acuerdo con esa concepción, se juzga que las reglamentaciones son indeseables o inaplicables: sólo un mercado financiero liberado y desarrollado puede permitir la recuperación de la inversión y del crecimiento. Al darles a los accionistas la supremacía por encima de los administradores en las empresas, el desarrollo de los mercados de capitales debe incrementar la eficacia del aparato productivo. Esas transformaciones en su conjunto habían de conducir al mejoramiento del bienestar general en la economía mundial. Esas ideas constituyen la base de la doctrina neoliberal. La doctrina neoliberal debe su atractivo y su fuerza al hecho de que se coloca bajo la bandera de la libertad, aun cuando ella misma se encuentra amenazada por el monstruo del Estado proveedor. De hecho, el éxito del neoliberalismo es ante todo la consecuencia de un doble derrumbe. Por una parte, de la crisis del capitalismo de la posguerra, que puso en entredicho el papel del Estado y de la política pública; por la otra, el desplome de la oposición organizada, trátese del sindicalismo (la tasa de sindicalización descendió en los países occidentales), o del marxismo, desacreditado a partir de la destrucción del muro de Berlín en 1989. Una característica esencial de la visión del mundo de la que es portador el neoliberalismo es su pretensión de universalidad, “No existe otra economía friera de la economía de mercado. En la historia de la humanidad, desde que ésta es humanidad, el mercado es un estado natural de la sociedad.” De manera que el neoliberalismo describe un orden natural, y en consecuencia, no puede haber una concepción del mundo alternativa.

La doctrina neoliberal será la que sirva como fundamento del Çonsenso de Washington, especie de decálogo formulado por el G-7, que ha sido hasta hoy el directorio de la economía mundial. La idea principal de ese Consenso de Washington, definida en los primeros años de la década de los ochenta, es que el incremento en el bienestar de los pueblos requiere la apertura de las fronteras, la liberalización del comercio y de las finanzas, la desregulación y la privatización, la retracción del gasto público y de los impuestos en beneficio de las actividades privadas, la primacía de las inversiones internacionales y de los mercados financieros; en resumen: la declinación de la política y del Estado en provecho de los intereses privados; el mercado sobre la política.

Desde fines de los años setenta los países industrializados, llevaron a la práctica políticas cuyo objetivo era organizar la retracción de la intervención pública, y que se articulaban en torno a cinco grandes principios: a) Disminuir la carga fiscal de los dueños del capital y de las empresas. b) Eliminar los obstáculos a la movilidad de los capitales y a la rentabilidad de las empresas por medio de la desregulación. c) Abrir nuevos campos de valorización de los capitales mediante la privatización. d) Reducir los programas sociales y el gasto público: esto pone en entredicho al Estado de bienestar. e) Otorgarle prioridad a la estabilidad de los precios a fin de proteger a los acreedores.

Esas reformas políticas se aplican en particular a dos esferas clave: el mercado de trabajo y el sistema financiero. El mercado laboral se desregula y las alzas salariales se limitan. Resulta claro que se ha establecido una nueva relación de fuerzas entre el trabajo y el capital que sólo favorece a este último.

Presenciamos, ante todo, un brutal cambio de rumbo en la política monetaria a partir de 1979, primero en Estados Unidos y después en los demás grandes países industrializados. La lucha contra la inflación se convierte en el objetivo prioritario, lo que obliga a la Reserva Federal a endurecer su política. De lo anterior resultó un incremento espectacular de las tasas de interés, cuyo nivel se duplica, primero en Estados Unidos y más tarde en la economía mundial. Ese golpe de 1979, organizado por las autoridades estadunidenses, consistió en la inversión total de la relación de fuerzas existente entre acreedores y deudores a favor de los primeros, quienes en lo sucesivo se beneficiaron de elevadas tasas de interés reales, fue la primera victoria de los dueños del capital financiero.

A lo largo de los años ochenta se instauró un nuevo sistema financiero con un nuevo sistema de control público en la regulación del sistema financiero. A ese nuevo régimen se lo conoce con el nombre de economía liberalizada de los mercados financieros el cual sustituye al régimen de endeudamiento administrado que había predominado durante los gloriosos treinta (1944-1974). Esa transformación se llevó a cabo en virtud de dos series de reformas: una liberalización financiera radical y la creación de un vasto mercado de capitales que iban del corto al largo plazo, en particular la Bolsa, incluyendo las operaciones a plazo fijo destinadas a garantizar la cobertura contra los riesgos vinculados a las fluctuaciones de las tasas de interés y de cambio. El proceso anterior se extendió a los países de la UE por medio de la creación, en 1990, de un mercado único de capitales basado en la institución de reglas en común y en la creación de una moneda única.

Todo ello supuso un crecimiento vertiginoso de las finanzas internacionales hasta llegar a convertirse en un mega mercado unificado del dinero, que se caracteriza por una doble unidad: unidad de lugar: las plazas financieras nacionales están conectadas entre sí por las modernas redes de comunicación; unidad de tiempo: el sistema funciona continuamente, las 24 horas del día, sucesivamente en las plazas del lejano Oriente, de Europa y de América del Norte.

La globalización ha llegado a traducirse en un desmantelamiento de los mercados con la apertura de las fronteras: en primer lugar, apertura al extranjero de los mercados nacionales, y, en el interior de éstos, el estallido de los compartimentos existentes: mercado monetario (dinero a corto plazo), mercado financiero (capitales a plazo más largo), mercado de cambios (intercambio de divisas), mercados a plazo fijo, etc. En lo sucesivo, quien invierta (o preste) busca el mejor rendimiento pasando de uno a otro título, de una a otra divisa: de la obligación en euros a las acciones en dólares, de la obligación privada (corporate) a los bonos del Tesoro. En su totalidad, esos mercados particulares (financieros, de cambio, a plazo fijo, etc.) se han transformado en los subconjuntos de un mercado financiero global, que ha llegado a ser mundial.

El lugar de las finanzas en la economía mundial ha cambiado de igual manera. En el pasado, la función del sistema financiero internacional consistía en garantizar la financiación del comercio mundial y de las balanzas de pagos. Ahora bien, los flujos financieros internacionales han experimentado recientemente una progresión explosiva y sin parangón con las necesidades de la economía mundial, desvinculándose de modo radical de la economía real. En lo sucesivo, las finanzas internacionales siguen su propia lógica, la cual sólo tiene una relación indirecta con el financiamiento de los canjes y de las inversiones en la economía mundial. Lo esencial de las operaciones financieras consiste en vaivenes incesantes, de naturaleza especulativa, entre las divisas y los diversos instrumentos financieros. El aserto anterior nada tiene de sorprendente: sabemos a partir de Keynes, que sin duda es el más grande economista del siglo XX, que el desarrollo rápido e incontrolado de los mercados financieros implica fatalmente su derivación especulativa.

El espectacular auge de los mercados financieros se ha visto facilitado por la utilización de las NTIC y de nuevas herramientas, como son las computadoras, las redes y el software. .es una revolución numérica. Al igual que en la época industrial la revolución mecánica absorbió las tareas músculo esqueléticas repetitivas, ahora son las funciones superiores del cerebro las que son absorbidas en el proceso de tratamiento de la información numérica, pues mucha de la información es estandarizada y tratada de manera automática por máquinas capaces de guardar ingentes cantidades de información. Esos poderosos instrumentos de cálculo y de transmisión de la información se encuentran en condiciones de procesar en tiempo real millones de operaciones, de evaluar a cada instante los precios y de transmitir de inmediato esa información a todo el planeta. De manera recíproca, las NTIC no hubieran podido desarrollarse tan rápidamente de no ser por las excepcionales facilidades aportadas por las finanzas de mercado. De alguna manera, las innovaciones financieras y las innovaciones tecnológicas se retroalimentan.

En efecto, las finanzas son una industria que se funda en el procesamiento de la información. Esta última representa a la vez la materia prima y el output final de los mercados financieros, los cuales son tanto más eficaces en la medida en que sus precios, las cotizaciones de los títulos o de las divisas, transmiten rápidamente información confiable.

Al abolir las fronteras nacionales, la liberalización financiera ha creado las condiciones de la circulación sin traba de los capitales en escala internacional. Las NTIC han amplificado esa evolución al permitir que los capitales se desplacen a la velocidad de la luz por todo el planeta. La liberalización financiera y las NTIC han abolido las dimensiones espaciotemporales: los capitales circulan instantáneamente y en todo lugar. Se trata del triunfo de la economía virtual a gran velocidad.

Por lo que se refiere a las finanzas de mercado, éstas han sido un apoyo decisivo para el desarrollo de las NTIC. Se han creado nuevos instrumentos financieros para incitar a la toma de riesgos en los sectores innovadores. Tal es el caso de las famosas stock-option, que son una forma de remuneración cuyo índice se establece con base en las ganancias y en el valor futuros de la empresa: la florescencia de los jóvenes retoños o start up, que se encuentra en el origen de numerosas innovaciones tecnológicas, se nutre con la esperanza de plusvalías financieras (vía las opciones-stock). Una vez que los start up han sido lanzados, es esencial que los inversores especulativos puedan recobrar sus fondos: la colocación en la Bolsa y la fusión-adquisición constituyen las dos soluciones posibles. Así pues, existe un estrecho vínculo entre las finanzas de mercado y el desarrollo de sitios como el del Silicon Valley en Estados Unidos.

Así lo que está en juego aquí no es tanto la ruptura cuantitativa de la globalización financiera como la cualitativa. Con la revo­lución financiera de la década de 1980, los managers son arrancados al salariado. En vez de tener accionis­tas que sean managers, simplemente se recurrió a managers que también sean accionistas. Gracias a las stock-options, se alinearon los estímulos de los jefes de empresa sobre la remuneración de los accionistas, lo que llevó a aquéllos a conducirse como accionistas. Las fusiones de empresas deben interpretarse como una ruptura de confianza que ilustra la naturaleza de ese divorcio entre los jefes de empresa y los asalariados. El punto de partida de su reflexión es una cuestión en apa­riencia teórica: cuando un raider boursier compra una empresa y la revende por departamentos genera una plus­valía bursátil. ¿Cómo interpretarla? Cada vez que un raider ataca una empresa para crear valor no hace otra cosa que expropiar a los socios de la empresa en provecho de los accionistas. To­memos un ejemplo. Es habitual que una empresa ofrezca a sus asalariados una perspectiva de carrera interna. La promesa de poder progresar en la jerarquía, al menos de ganar más dinero al envejecer, incita al tra­bajador a permanecer fiel a la empresa. Se trata de una de las maneras, de conformidad con la teoría del sala­rio de eficiencia, de obtener el asentimiento de los asa­lariados. No obstante, para la empresa los salarios más elevados del personal de mayor edad representan un “sobrecosto” que sólo se justifica por el efecto de entre­namiento sobre el personal más joven.

Estos “contratos implícitos” tienen una función cru­cial: crear una economía de asociación. Son útiles para el buen funcionamiento de una empresa, pero también se percibe por qué pueden volverse moles­tos. Hagamos aquí una analogía con una compañía de seguros que concede bonus a los buenos conductores y factura malus a los malos. Si los bonus son dema­siado generosos, si la población que se beneficia con ellos se incrementa en exceso, puede resultar venta­joso liquidar lisa y llanamente las primas. Una ope­ración semejante puede crear “valor” en el sentido financiero. Pero ¿crea “valor” en el sentido económico del término? Eso es dificil. Privada de un sistema creí­ble de bonus/malus, la nueva compañía será menos efi­ciente que la anterior, aunque tal vez sea más renta­ble financieramente, tras haber repudiado su deuda respecto de los buenos conductores.

En esencia: la revolución financiera de la dé­cada de 1980 creó valor anulando una cantidad de com­promisos implícitos. Al despedir a los viejos asalaria­dos, al no renovar los contratos con los subcontratistas; en suma, al exigir de los managers que traicionen sus compromisos concertados con los otros colabora­dores de la empresa. Esta ruptura de contrato señala el punto de par­tida del nuevo capitalismo. Durante la década de 1980 la moda fue la reducción del tamaño de las empresas, el downsizing. Al recentrar sus acti­vidades y externalizar las tareas consideradas no esen­ciales, los raiders rompen los grandes conglomera­dos y venden por departamentos sus diferentes filiales. Los fabricantes de paraguas dejan de fabricar trajes de baño. Las firmas que cotizan en Bolsa se tornan más volátiles. A partir de la década de 1990, una vez hecho ese trabajo, pueden volver a crecer tan sólo en el eje de su corazón de oficio. La ola de las fusiones-adqui­siciones, siempre vigente, da testimonio de ello. Tam­bién demuestran que el tamaño, el downsizing, no era el principal problema que trataba de resolver el des­membramiento de las firmas en la década de 1980.

De esta manera, las finanzas de mercado, estrechamente vinculadas a las nuevas tecnologías, han llegado a convertirse en el engranaje central de la economía contemporánea, con efectos tan negativos como los que hoy vivimos, dado el predominio de las finanzas sobre la economía mundial que constituye el núcleo del nuevo capitalismo.

El frenesí financiero que nos sacude no es el primero en su género. Como lo ha puesto de manifiesto el economista estadunidense Kindleberger[23] (1989), la historia del capitalismo se ha señalado por numerosas olas especulativas, de las que fue una de las primeras la acometida sobre los tulipanes (tulip manía), a principios del siglo XVII, en las Provincias Unidas (Países Bajos). Pero el episodio más significativo de locura bursátil es el que se vincula a la revolución tecnológica y económica que representó el desarrollo de las líneas ferroviarias en Europa a mediados del siglo XIX. En la Bolsa de París cundió la euforia. Pero fue en Gran Bretaña donde la railway mafia cobró mayor amplitud. En 1844-1846 nacieron no menos de 1200 líneas ferroviarias. Los inversionistas afluían y las cotizaciones se incendiaban en la Bolsa. Pero luego, repentinamente, la burbuja financiera se desinfló, sumiendo en 1848 a Gran Bretaña en una severa crisis económica de la que sólo lograron escapar, al cabo de un vasto movimiento de concentración, una veintena de sociedades ferroviarias. Cuántas enseñanzas contienen estas páginas, ya antiguas, de la historia. Y es que, desde hace mucho tiempo, las mutaciones tecnológicas y los movimientos financieros desempeñan un papel importante en la evolución, a menudo caótica, del capitalismo. De esta manera, la experiencia histórica muestra cuán conveniente resulta no subestimar la capacidad de evolución del capitalismo. A pesar de los golpes que le asestan las crisis económicas y financieras, el capitalismo no ha dejado de transformarse mediante la integración de las olas sucesivas de innovaciones tecnológicas. Así, la crisis que Gran Bretaña sufrió en 1848 no le impidió llevar a término su revolución industrial y conservar el lugar de la primera potencia económica y financiera de su tiempo. De la misma manera, la revolución industrial que hoy en día está en curso no se verá puesta en entredicho por el e-crack ni por la recesión económica que golpearon a los países industrializados a principios del decenio del 2000 ni por la recesión mundial que padecemos desde el verano del 2007.

11. Fundamentos ideológicos: el neoliberalismo[24].

Las transformaciones materiales descritas sientan unos fundamentos ideológicos de la nueva sociedad que patronales y asociaciones satélites del capital tratan de imponer como una refundación social, como un auténtico proyecto revolucionario de sociedad, asentados en los siguientes axiomas:

a) La individualización del contrato de trabajo, dejando atrás las dimensiones colectiva y categorial: el trabajador negocia aisladamente su contrato de trabajo con el empleador.

b) El predominio del acuerdo de empresa en las negociaciones sectoriales y colectivas, lo que permite crear relaciones de fuerza menos favorables para las organizaciones sindicales.

c) El desarrollo de una lógica de competencia individual y de capacidad de empleo en lugar de una lógica de calificación anclada en los acuerdos-marco colectivos.

d) La gestión individual de la protección social: el sistema de cobertura de los riesgos sociales (familia, paro forzoso, retiro) fundado en la solidaridad, y que fue característico del Estado del bienestar del periodo fordista, es remplazado por un sistema privado asegurador con base en el ahorro financiero individual.

Las ideas predominantes de esta revolución social se inspiran en la ideología neoliberal: el individuo tiene primacía sobre lo colectivo, lo económico tiene primacía sobre lo social, y el contrato tiene primacía sobre la ley. Los asalariados son responsables individualmente tanto de su carrera profesional como de su protección social. Semejante concepción tiende a debilitar el papel de las organizaciones sindicales y a favorecer la movilidad y la responsabilidad de los trabajadores, lo que permite, en contraparte, liberar a las empresas del lastre de la cobertura de los riesgos sociales. De esta manera, las empresas sólo son responsables ante sus accionistas, lo que constituye un ejemplo suplementario de la transferencia de los riesgos a los asalariados.

Luc Boltanski y Eva Chiapello[25] han comprobado que muchos de los responsables de la alta administración y de las grandes empresas europeas y norteamericanas, quienes se formaron en la escuela contestataria de los años setenta, han participado activamente en la legitimación de las mutaciones recientes del capitalismo (flexibilidad del trabajo, financiarización, creatividad individual, etc...) pues Mayo del 68 fue el momento en que los estudiantes impugnan a la sociedad jerárquica legada, padecida por sus padres.

La ecuación “salario igual obediencia” les pareció inaceptable. Esta protesta es un rasgo común de todos los países industrializados: Mayo del 68 no es un acontecimiento fran­cés. Su dimensión, su rea­lidad son internacionales. En los Estados Unidos, en Europa occidental, en el Japón se trata sin lugar a dudas de un único y mismo movimiento: mismas fuerzas motrices, mismas ideologías, mis­mas consignas, mismas prácticas. El hilo rojo que recorre esta revuelta es un hecho generacional, que por otra parte explica por qué los paí­ses en los que Mayo del 68 fue más duro son tam­bién aquellos donde la disputa con los padres habrá sido más pesada: Alemania, Italia y Japón.

Los acontecimientos de Mayo del 68 suelen inter­pretarse como un arranque de individualismo, en el corazón de una sociedad industrial que es profundamente holista. Ese hito marca una ruptura indiscu­tible en el funcionamiento de las instituciones que fue­ron expuestas a su venganza: la familia, la fábrica o la escuela. Esta crisis las conduce de una posición donde su legitimidad es innata a otra donde debe ser adqui­rida. En el lenguaje de los economistas, cada una se vio sumergida en un entorno más competitivo, en el que se perdió el monopolio de su autoridad. Queda­rán profundamente afectadas, padeciendo una muta­ción casi genética que les permitirá adaptarse a ese nuevo entorno. Las familias se recomponen, la escuela da paso a la pedagogía, la fábrica comienza su proceso desmembración externalizando actividades. A semejanza de Ford cuando hace trabajar a los inmigrantes que no saben ni leer ni escri­bir, la sociedad progresivamente va a aprender a hacer trabajar a una juventud rebelde que, en este caso, está escolarizada.

Las aspiraciones de la juventud también revelan uno de los hilos importantes que permiten entender la revolución tecnológica producida en el mismo perío­do. No se puede comprender claramente la evolución tecnológica que conoció el mundo industrial desde el comienzo de la década de 1970 si no se advierte que sus pioneros son los mismos baby-boomers que hicieron Mayo del 68. Los estudiantes educados en la cultura contestataria de los campus norteamericanos de la dé­cada de 1960 van a encontrar el medio de quebrar la estandarización del mundo creado por sus padres pre­cisamente a través de la informática.

Se podrá medir la “sociología” de esos descubrimien­tos si seguimos los episodios que darán nacimiento a Internet. Como describimos antes, en el origen la Agencia para los proyectos de investigación avanzada (APRA) del Departamento de Defensa norteamericano instala, en 1969, una red de comunicaciones revolucionaria cuyo objeto es proteger las transmisiones militares de los ries­gos de un ataque atómico. Este sistema, progresiva­mente utilizado por los universitarios que se hallan bajo contrato con el Pentágono, se inclina hacia el dominio público gracias a la invención del Modem, en 1978, ide­ado por dos estudiantes de la Universidad de Chicago que quisieron comunicarse gratuitamente, fuera del servidor del departamento de Defensa. Un año más tarde son tres estudiantes de las universidades Duke y de Carolina del Norte quienes ponen a punto una ver­sión modificada de Unix que permite relacionar las computadoras mediante una simple línea telefónica. Gracias a los progresos concomitantes de la electró­nica óptica, la tecnología de transmisión en paquetes digitales toma vuelo. Internet nace de esas evolucio­nes, al relacionar todas las computadoras del planeta mediante una línea telefónica.

Así pues, existe una convergencia de la ideología liberal, resultante de la revolución conservadora de los años ochenta, y del espíritu de mayo de 68. De modo que el éxito del nuevo capitalismo se debería a su capacidad de congregar las aspiraciones libertarias de las élites. La transformación de la empresa tayloriana en empresas-red se explica a partir del ascenso del individualismo y de la recuperación de las demandas de autonomía que se expresaban en el espíritu de mayo de 68. De acuerdo con Luc Boltanski y Eva Chiapello, esta interpretación permite explicar la debilidad de la crítica de una parte de la izquierda política y sindical.

¿Cabe concluir de lo anterior la victoria de las ideas neo-liberales? ¿Es seguro que nuestras economías, gobernadas por esa ideología, le brindarán al conjunto de los ciudadanos del mundo el bienestar al que ellos aspiran? Se ha cerrado el círculo. Por todos sus bordes, el capita­lismo contemporáneo emprende un gran desmembramiento de la firma industrial. La imagen de la gran empresa, que íntegra en su propio seno a todas las capas de la socie­dad, desaparece. La pirámide fordista es despachada en tajadas cada vez más finas. Las jerarquías se vuelven más chatas; las firmas se repliegan sobre sus ventajas comparativas y las oficinas de ingenieros se autonomizan; la fabri­cación es externalizada, incluso deslocalizada.

Esta ruptura no responde a una causa única. En pri­mer lugar, puede leérsela como un momento de la lucha de clases, por algo el capitalismo es un sistema estratégico y no filantrópico. Las primeras firmas que fueron reestructura­das en los Estados Unidos son las más sindicalizadas. El nuevo capitalismo rompe los colectivos obreros que se construyeron durante el siglo y lo hace, en gran medida, por esa misma razón, así como un siglo antes la Organización Científica del Trabajo había enfren­tado a la aristocracia obrera. Pero las causas externas también tienen una incidencia importante. La impug­nación del trabajo en cadena en Mayo del 68, la emer­gencia de nuevas tecnologías precipitaron el advenimiento de un nuevo espíritu del capitalismo. Puede hablarse aquí de ruptura paradigmática. El capitalismo se puso a pensar de otro modo la organización del trabajo. Su inteligencia social fue movilizada en una direc­ción inversa a la del fordismo: no ya volver produc­tivos a los obreros no cualificados, sino hacer posible lo impensable, el advenimiento de fábricas sin trabajadores.

 12. La nueva economía-mundo.

 La última de las rupturas es la nueva economía-mundo. La crisis de la sociedad industrial en los países ricos encuentra un paralelismo sorprendente con la ruptura, igualmente revolucionaria, que se observa a nivel planetario. El enfrentamiento Este/Oeste, que encarnaba dos vertientes posi­bles de la sociedad industrial, dio paso brutalmente, a la oposición Norte-Sur. Esta está señalada por la llegada a la mesa del capitalismo mundial de los grandes bloques de poblaciones: China, India y el ex bloque soviético. ¿Cómo pensar esa for­midable concomitancia con la transformación interna del capitalismo? ¿Es fortuita, obedece a una lógica?

El paralelismo entre la globalización del siglo XIX y la nuestra es ejemplar. Primera ana­logía: la semejanza de las grandes potencias. Ayer Gran Bretaña dominaba el mundo de una forma que anti­cipaba perfectamente el modelo norteamericano de nuestros días. Potencias mercantiles ambas, tratan ante todo de promover el libre cambio comercial en los luga­res donde se imponen. Gran Bretaña no es una poten­cia colonial únicamente interesada en exportar su potencia política hacia el extranjero. Piensa en su poder precisamente como potencia que ante todo intenta extraer beneficios de sus intereses económicos. Por supuesto, ello no le impide tratar de controlar el equi­librio de las potencias, pero en China o en la India, su primer gesto es favorecer a los industriales ingleses, abrirles mercados.

Una segunda analogía, aunque más profunda, entre la globalización de ayer y la de hoy es que ambas son sustentadas por una revolución de las técnicas de transporte y de comunicación. En ocasiones se tiende a pen­sar que la revolución de Internet, que en un clic per­mite relacionar si no a los hombres, por lo menos sus computadoras, es la marca distintiva del mundo con­temporáneo. La verdadera ruptura en este ámbito, sin embargo, debe buscarse mucho más en el siglo XIX.

A fines del siglo XVIII a menudo se camina todavía a pie para ir de un burgo a otro. Se necesitan varios días para que una carta llegue a un destinatario que vive a 100 km de la capital. Con la invención del telé­grafo, y a partir de los cables terrestres y submarinos, una información tardará menos de 24 horas en unir Londres y Bombay.

A esta capacidad revolucionaria de intercambiar informaciones se añade el desarrollo de los medios de transporte terrestre o marítimo que son el ferroca­rril y luego el barco de vapor, que permiten que las mercancías y las personas acompañen esos flujos de información. En el último cuarto del siglo XIX el barco frigorífico brinda la posibilidad de importar a Europa carne de vaca argentina congelada o manteca neoce­landesa.

La señal de esta facilidad inédita de hacer circular mer­cancías e informaciones se encuentra en las diferencias de cotización de las materias primas en distintas plazas. A mediados del siglo XIX, las disparidades entre los precios del trigo anunciados en Chicago, Londres o Bom­bay, aún considerables, pueden alcanzar diferencias del 50%. En 1913, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, que viene a clausurar esta primera globalización, las dife­rencias de cotización no exceden más del 10% o del 15%, lo que significa que se conoce en tiempo real sus precios cotizados en otras partes, y a la vez es posible enviar las mercancías desde los sitios donde resultan baratas hacia donde son caras.

Existe otra dimensión que testimonia el avance de la globalización pasada sobre la de hoy: las migracio­nes internacionales. En la actualidad se vive en un mundo donde la movilidad de las personas parece excepcional. Sin embargo, en 1913, el 10% de la pobla­ción mundial está constituido por inmigrantes, en el sentido estadístico simple de personas que residen en un país que no es aquel donde nacieron. La cifra co­rrespondiente a aquélla no es en nuestros días más que del 3% de la población mundial. Es evidente que esta cifra resulta imponente en números absolutos, pero en relación con la población terrestre es tres veces infe­rior a la del siglo pasado.

El respeto por los contratos o por la propiedad pri­vada es otro de los parámetros que ilustran la distan­cia subsistente entre ambas globalizaciones. Si nos ate­nemos al Commonwealth, es posible afirmar que también ayer la integración jurídica estaba adelantada sobre la situación actual. Un contrato firmado en Bom­bay tenía el mismo valor jurídico que uno firmado en Londres. En la medida en que numerosos econo­mistas sostienen en nuestros días que las fallas de la globalización se deben en parte a los riesgos jurídi­cos padecidos por las firmas multinacionales en el extranjero, una vez más se observa una integración más avanzada en el siglo XIX.

Desde esos puntos de vista, ya se trate de la globa­lización financiera, del respeto por los contratos, de los movimientos de población o de las rupturas introducidas por los medios de comunicación, todo muestra que la globalización del siglo XIX nada tiene que envi­diar a la de nuestros días. Proporciona el laboratorio de una globalización casi en estado puro, que ofrece al historiador, pero sobre todo a los políticos, el medio de juzgar acerca de sus efectos espontáneos. Pero el resultado carece de toda ambigüedad. De manera muy sencilla, resultó incapaz de derramar la prosperidad de los más ricos hacia los más pobres. En efecto, en el curso del siglo XIX se asiste a un formidable incremento de las desigualdades mundiales.

La nueva economía-mundo impone una nueva división internacional del trabajo que implica tanto una especialización sectorial (textil para unos, auto­móvil para los otros) como a una nueva estructura de costos. La especialización remite a la tarea efectuada por cada uno para fabricar un producto determinado. Esta desintegración vertical de la producción no es otra cosa que el espejo mundial del desmembramiento de la producción for­dista analizada en el capítulo precedente.

Las nuevas estructuras de costos hacen emerger un esquema que dibuja perfectamente los contornos de la sociedad postindustrial. El diseño hacia atrás y la prescripción hacia ade­lante se convierten en el corazón de la actividad de los paises ricos. La etapa intermedia la de la fabricación ya no es esencial y puede ser terciarizada. En la nueva división internacional del trabajo, los ricos tienden a vender bienes inmateriales y a comprar bienes materia­les. La prescripción de los bienes, la creación de necesidades, el F2F, por hipótesis está sustraída a los intercambios mundiales.

En el lenguaje de las nuevas teorías del comercio mundial, los países ricos acaparan el segmento de la producción donde los rendimientos de escala son los más fuertes.

La globalización es la quinta ruptura que permite com­prender la emergencia de la sociedad postindustrial, y más que reflexionar sobre la cuestión un tanto vana de saber si es causa o consecuencia de las otras ruptu­ras, es más útil considerarla como una dimensión de la sociedad postindustrial, cuyas principales tenden­cias ilumina a la perfección.

La “desintegración vertical” de la cadena de produc­ción en el nivel internacional es, ante todo, el reflejo del proceso de terciarización del trabajo emprendido en el mismo seno de los países industriales. A imagen de Internet, la producción sigue los caminos más diver­sos para lograr sus fines. Las grandes firmas industria­les se convierten cada vez más en estrategas que en ope­radores de una producción distribuida por todos los confines del mundo.

La división internacional del trabajo también escla­rece las razones por las que a la solidaridad orgánica en la que confiaba Durkheim le cuesta trabajo manifes­tarse. El mercado no crea entre sus participantes una comunidad bien comprendida de destinos e intereses. Las nuevas teorías del comercio internacional, basa­das en la búsqueda de rendimientos de escala, mues­tran el porqué: el mercado agudiza una carrera por la acumulación de factores estratégicos, que hace que los participantes en el intercambio sean mucho más riva­les que solidarios. Por otra parte, el comercio en general no es un factor de pacificación de las relaciones internacionales.

Por último, la globalización ilumina uno de los aspec­tos más importantes de la sociedad postindustrial: el desfase creciente entre la constitución de un imagina­rio colectivo por la sociedad de la información, y la rea­lidad territorial de la división entre riqueza y pobreza. La demografía, de la que ya damos cuenta en las notas finales, da un ejemplo positivo de ese desfase. Los acontecimientos del 11 de Septiembre, verdadera puesta en escena televisiva, ofrecen una ilustración macabra de ello. Ese divorcio no se instala sólo entre países ricos y pobres. Es de importancia capital en el seno de los mis­mos países ricos, donde también tiene lugar una oposi­ción centro-periferia, que reemplaza el antiguo esquema de la lucha de clases en el seno de la firma industrial.

 13. El Derecho del Trabajo bajo la tormenta.

La evolución de las relaciones entre lo político, lo económico y lo social que se sitúa en el inicio del milenio precedente, alrededor de los siglos XI-XIII de nuestra era, aclara el lugar que ocupa esta nueva edad de la segregación social en la larga historia de las naciones europeas. Es el momento en que el poder político se libera progresivamente del poder religioso. Es la época en que el rey se rodea de juristas que lo ayudan a fijar el territorio propio de su sobe­ranía lejos del poder de la Iglesia.

Una vez liberado de la tutela religiosa, el poder polí­tico establece una alianza con el económico: es el mo­mento mercantilista[26]. Como respuesta a Maquiavelo, que pensaba que el Príncipe debía ser rico y pobres sus súbditos, los mercantilistas quieren probar que ambos van a la par. Príncipes y comerciantes, a su manera de ver, tienen intereses convergentes, ya que la riqueza de los segundos alimenta la caja de los primeros.

Más tarde, lo económico se libera a su vez de lo polí­tico: nos encontramos frente al liberalismo del siglo XIX.

El Estado, que quería utilizar la economía para sus fines de poder, ve que ésta se libera de su tutela, y reivin­dica su autonomía. Se trata de la gran transforma­ción del siglo XIX, donde las viejas naciones euro­peas se tornan economías de mercado.

Esta primera secuencia en tres tiempos marca la lai­cización, y luego la privatización de los destinos en el seno de las sociedades europeas. La sociedad industrial de fines del siglo XIX y del XX introduce una nueva etapa: la alianza de lo económico y lo social. El libera­lismo económico produce desastres humanos conside­rables en la primera mitad del siglo XIX. La gran mise­ria obrera socava los fundamentos de la economía de mercado, incapaz de garantizar la autorreproducción del trabajo. De esta verificación, de este temor, emer­gen las diversas figuras de la solidaridad social. No obstante, es con el fordismo y a partir de la resolución en el corazón del proceso productivo de la cuestión social como se desa­rrolla la sociedad industrial.

El encadenamiento que hace pasar de la sociedad industrial a la sociedad postindustrial prolonga las secuencias precedentes. Hemos entrado en una nueva época, donde lo social y lo económico a su vez se divor­cian.

La fábrica deja de ser un lugar de heterogeneidad social. En el pasado, reunía obreros y capataces, ingenieros, ejecutivos y patrones. Por cierto, sus relaciones eran conflictivas, pero cada uno media directamente su dependencia res­pecto de los otros. En la actualidad, los ingenieros están en oficinas de estudios. Los empleos de mantenimiento en empresas de servicios, y los empleos industriales son subcontratados, robotizados o deslocalizados. Las fábricas se convierten en lugares vacíos: los empleos están en otra parte, ya no son un lugar de encuentro para la gente.

Es posible interpretar la sociedad industrial como un matrimo­nio asimétrico entre gente bien dotada, los ingenie­ros, y gente poco dotada, los obreros. Aquí los inge­nieros ganan si los obreros son amables. Cuando los obreros se vuelven demasiado exigentes, el aparea­miento asimétrico se quiebra. El recodo de la década de 1960 es el momento de ese divorcio, cuando las aspi­raciones obreras y de la juventud exacerban las con­tradicciones del fordismo. La unidad de los contrarios que se constituyó en la fábrica fordista deja de ser socialmente pertinente. Entonces se ingresa en la otra lógica, la de los apareamientos selectivos, que pone fin a la exogamia anterior. Los mejor dotados deciden perma­necer entre sí en matrimonio endogámico. Quienes están justo por debajo, frus­trados, cierran a su vez el acceso al nivel inferior. La secesión de los más ricos repercute en el conjunto de la sociedad. La endogamia se convierte en la regla. La teoría de los apareamientos selectivos ilustra un punto importante: la gente se encuentra entre sí, entre cla­ses sociales homogéneas, no tanto por amor a sí mis­mos como por rechazo al otro, al más pobre.

Aun así pienso que lo social sigue viviendo, más que nunca, pero en adelante movido por sus propias fuerzas, sin relación con las de la economía. Pero y aquí está la cuestión del más eurocéntrico de los Derechos: abandonado a sí mismo lo social se sofoca. Debe ser alimentado en identidades colecti­vas.

En cierto modo, es posible que el circuito se haya cerrado: lo “religioso” está forjando una nueva alianza con lo social. En los suburbios abandonados, la reli­gión se convierte en una solución a la soledad social. En los barrios elegantes, en ocasiones el culto al lujo desempeña ese papel.

El desafío, como al comienzo del milenio pre­cedente, una vez más es fabricar, reinventar institu­ciones laicas, es decir, instituciones que no sean presa de los movimientos sociales y culturales. Replantearse el Derecho del Trabajo, el sindicalismo, pensar la gobernabi­lidad mundial, por un lado, y la de las ciudades y las de las colectividades locales, por el otro, se vuelve tan importante como eternizar las funciones clásicas del Estado (policía, justicia, ejército).

 El éxito que ha premiado al Dº del Trabajo, y que le ha hecho llegar a la cima desde la periferia del imperio del derecho privado de la época preindustrial, para instalarse en el centro de los ordenamientos constitucionales contemporáneos, representa el bagaje más alentador para el siglo al que le corresponde reorientar los procesos económicos y políticos actuales hacia una globalización de rostro humano y base un nuevo New Deal social.

 Su núcleo esencial, los principios de protección social deducibles de las normativas que civilizaban el uso de la fuerza de trabajo, debe disputarle a la propia lex mercatoria la capacidad regulativa del mercado mundial. Sin embargo el estado de desorganización y de balbuceo de la situación actual hace que los conflictos que surgen sean débiles y sin capacidad de imponer una nueva constitución del trabajo. Es tan débil la representación de las transformaciones de la producción que no facilitan los términos de los compromisos a inventar, a imponer contra los sectores mas conservadores de la sociedad. Es difícil reconocer derechos nuevos para unas actividades que en muchos casos aun no son reconocidas como laborales, por ser habitualmente gratuitas, y menos en transformarlas en empleos decentes. Hay una convergencia de intereses entre las empresas y el movimiento obrero ocupado en no reconocerles un estatuto salarial.

En cualquier caso, el más nacional de los derechos advierte un extraño malestar tanto ante su encuentro con el espacio jurídico global, surcado y fertilizado por un incesante flujo normativo originado en fuentes que, obedeciendo a secretos criterios ordenadores, no se ordenan según las tranquilizadoras jerarquías del sistema estatal de fuentes, como ante estas nuevas actividades. Se enfrenta, en el ámbito territorial[27] de la norma estatal, al desafío de una economía mundializada, a la toma de conciencia de una economía de servicios con empresas que valoran la iniciativa y la responsabilidad individual, en último extremo a repensar la nueva distribución de papeles entre el capital y el trabajo: repensar el compromiso fordiano.

El crak del 18 septembre 2008[28] que no es mas que el seísmo provocado por la desconexión, manifestada desde hace bastante años, entre la economía financiera y la economía real, plantea la pregunta que debemos contestar es ¿Qué quedará del Dº del Trabajo después de todo esto?

En plena recomposición, busca una nueva fisonomía, aún indecisa, en un juego de tensiones exacerbadas, entre un individualismo en auge y lo colectivo de capa caída, entre lo económico minado y convulso y lo social en regresión; entre un Estado anoréxico y unos actores sociales sin estrategia común.

Hay varios nudos problemáticos a los que con urgencia el Dº del Trabajo debe contestar : el empleo y el mercado de trabajo, la evolución del estatuto salarial, las derivas de la negociación colectiva, y el crecimiento o el sometimiento de la norma laboral a las leyes del mercado.

Al mercado de trabajo le quieren hacer saltar “los cerrojos”, en un contexto, en el que el debate de las 35 horas y el reparto del empleo pasó sin gloria ni pena, cuando las horas extraordinarias y las jornadas laborales no dejan de crecer, tanto como las tasas de desempleados. ¿No va siendo el tiempo de plantearse el futuro de una sociedad solo definida, por el crecimiento del PIB, por su capacidad productiva? ¿No es el momento de cuestionárselo[29]?

La obstinación de alargar la edad de jubilación, la falta de transparencia del mercado de trabajo con miras a una eficiente intervención de los servicios de empleo, una formación profesional inexistente y atomizada, un inexistente servicio integral de atención a las personas dependientes (la cuarta pata de un verdadero Estado del bienestar), la existencia de sectores de trabajadores estigmatizados sino clandestinos, nos marcan la importancia de desarrollar un pensamiento renovado sobre las garantías del empleo que vaya mas allá del concepto de flexiseguridad, panacea propuesta por la Comisión Europea. La flexiseguridad no puede ocupar el centro del debate social. El compromiso entre las exigencias de flexibilidad, en un contexto de debilidad del empleo, y el imperativo de protección estatutaria, no se puede resolver por una destrucción de la Constitución del trabajo.

La experiencia de los largos años de flexibilidad marcada por las modificaciones estatutarias de 1994 y 1997, seguidas por estrategias altamente desestabilizadoras a las que sucumbieron los empleadores consistentes en no asegurar a los trabajadores una relación estable privándoles de todas las garantías vinculadas a esa estabilidad, son ejemplares de hacia donde llegamos: tasas de desempleo que tienden hacia el 20 %. Así proliferaron los falsos autónomos, las contratas de un solo cliente, las empresas multiservicios, pero lo que fue peor, el retorno de la lógica contractual, largo tiempo retenida por la lógica estatutaria sustentada en la inteligencia del Dº del Trabajo: se ha entablado un extraño coloquio entre el asalariado y el patrón bajo el sesgo de cláusulas específicas (de resultados, objetivos, movilidad etc.) que corre el riesgo de invalidar el encuadramiento estatutario. Corre la ilusión del nacimiento de un contrato de arrendamiento anterior al contrato de trabajo. No hace falta recordar la mutación del contrato de trabajo en contrato comercial, en la línea defendida en USA por W. Bridges.

Y la Europa social ¿se aleja ? Mientras el mundo estuvo dividido en dos bloques, la referencia al mercado pudo funcio­nar como un marcador positivo de la construcción euro­pea. Con la caída del Muro de Berlín se produjo un doble fenómeno. En primer término, el derrumbe de la URSS hace desaparecer la amenaza comunista del horizonte de los temores. Luego, en un segundo tiempo, prepara la expansión a los países de la ex Europa del Este. Se ins­tala una nueva imagen de Europa: la idea de una Europa-protección (la “fortaleza-Europa”) es reemplazada por la de una Europa-mundo, que no estaba prevista.

La caída del Muro despertó interrogantes que se cre­ían extinguidos sobre el modelo europeo. Mientras que el desmembramiento de la sociedad industrial torna indispensable definir una nueva seguridad social que sea capaz de fabricar una solidaridad orgánica, a Europa, que inventó la seguridad social (en sus dos variantes: beveridgiana y bismarckiana), le cuesta defi­nir un nuevo modelo social que lleve su nombre. ¿Es una víctima colateral de la desaparición de la sociedad industrial?

La dificultad de construir un nuevo modelo social, adaptado a una historia determinada y a nuevas expec­tativas, es uno de los rasgos esenciales de la sociedad postindustrial. La esfera económica ya no propaga un modelo social, como en tiempos de la sociedad indus­trial. Las diferencias ayer registradas no tenían mucha importancia: el fordismo redu­cía la mayoría de las diferencias entre los países. Estas resurgen con fuerza en el momento en que cada país debe movilizar sus recursos culturales y políticos para fabricar la cohesión social, de ahí la necesidad de ir a una estructura federal europea para que entre otras cosas imponga un impuesto federal de al menos un 5 al 10% del PIB de cada uno de los estados federados para el sostén de un crecimiento ecológico y cognitivo. El déficit presupuestario común sería otra forma e esa financiación.

Durante tiempo, España contó con Europa para “modernizarse”: ayer para escapar de su pasado dictatorial, hoy para hacer frente a la globalización. Ahora descubre que aquélla no puede ayudarla a pensar en su lugar acerca del modelo de cohesión que le está adap­tado, que debe reflexionar sola sobre la transformación de su modelo social. La misma dificultad para enten­derse en Europa sobre las prerrogativas del Estado, del mercado o de los sindicatos da fe de la dificultad de ser europeo en materia social.

 Europa mostró que era posible pasar en algunos años de la guerra a la paz. Probó que la integración econó­mica preservaba la diversidad cultural. A través del modelo de la Comisión, también muestra que existe un camino para construir instituciones supranaciona­les, que sean respetuosas de la soberanía de los estados. No obstante, Europa descubre tardíamente que no basta con dotarse de un mercado único para crear una ciudadanía compartida. Sin duda, para lograrlo se requieren menos mercancías y mayor contacto directo, cara a cara, entre los mismos europeos. En el contexto de crisis mundial y de debilitamiento de lo social se impone la cuestión de la democracia social[30] a escala europea para concebir un modelo europeo que no solo sea defensivo. Es difícil de imaginar que modelo de crecimiento surgirá de la crisis y que transformaciones operaran en la organización del trabajo, pero no debe obstar para que surja lo que surja el proyecto europeo debe ir ligado a la idea de una unión entre trabajo y garantías atendiendo a la seguridad más allá de los riesgos clásicos de la enfermedad y la perdida de empleo. Es preciso un nuevo New Deal social y ecológico frente a la agenda minimalista de Kyoto o la de Lisboa pues de lo contrario llegaremos a la catástrofe del oikos humano y de la biosfera. Rescatar la importancia de los valores igualitarios y los esfuerzos políticos-sociales por reducir las desigualdades, con la conciencia de que una sociedad con desigualdades genera un estado de ansiedad y que constituye un importante factor de infelicidad. La desigualdad estimula infinitamente el afán competitivo y el consumismo, bases de la destrucción planetaria. El PIB no da la felicidad. Es reinventando lo colectivo donde debe situarse el Dº del Trabajo, introduciendo el debate de la autocontención y la suficiencia, cuestionando la propia organización de la producción, rompiendo su pasiva complicidad con el status quo. Es construyendo una constitución del trabajo, que se sobreponga a la fuerza normativa de los hechos, imponiendo la fuerza de la norma, donde radica el lugar hoy del Dº del Trabajo cuyo centro de producción normativa debe ser la respuesta a cómo querríamos ser tratados si estuviésemos en el lugar del otro. Sea un derecho que se oponga a los valores dominantes de la globalización capitalista similares a los de la cultura adolescente: una cultura que exige y fomenta la movilidad, flexibilidad, independencia e irresponsabilidad. No se puede vivir como si no hubiera tiempo ni espacio, por mucho que sea la promesa de felicidad de la globalización. Por el contrario el Dº del Trabajo debe formar parte de una cultura e la madurez, que acepte los límites del ser humano (finitud, vulnerabilidad de la vida, entropía). Semejante cultura sabe que los seres humanos somos dependientes, de la comunidad humana y de los ecosistemas de la Tierra, y que aceptar esa dependencia libera posibilidades humanas de cumplimiento y plenitud. Hay que tener la convicción, como ha dicho Alain Supiot, de que “una economía que maltrate a los hombres no tiene futuro”



* José Joaquín Pérez-Beneyto Abad, Magistrado especialista de lo social.



[1] Domenico Losurdo, Contrahistoria del Liberalismo, Ed. El viejo topo, 2007. Es una indagación de las contradicciones de una corriente de pensamiento que enarbola la libertad como enseña, pero no explica contradicciones del tipo de cómo son considerados los asalariados como simple instrumentos de trabajo.

[2] Daniel Cohen, Tres lecciones sobre la sociedad post-industrial, Ed. Katz, 2008.

[3] Manuel Cruz, Hacerse cargo, sobre responsabilidad e identidad personal, Ed. Paidos, 1999. Todo es posible es la idea que mas profundamente define el discurso nazi, como ya Hanna Arendt señaló en su Los orígenes del totalitarismo.

[4] Juan Torres López, Toma el dinero y corre, Ed. Icaria, 2005.

[5] Jeremy Rifkin, L’age de l’accés, la révolution de la nouvelle économie, La Découverte, 2000.

[6] En España las estadísticas históricas de los siglos XIX y XX (Albert Carreras y Xavier Tafunell. Fundación BBVA y Editorial Crítica) muestran la mudanza de España desde una realidad genuinamente agrícola a una sociedad postindustrial: en el año 1900, el 71,41% de la población estaba ocupada en actividades del mundo agrario, mientras que en 2001 lo hacía el sólo el 6,35%, una reducción superior a 60 puntos porcentuales; por su parte, en 1900 tan sólo el 15,07% de la población trabajaba en el sector terciario, 45 puntos porcentuales menos que en 2001.

De ello se concluye que la España de hoy no es sólo muy distinta de la de comienzos del siglo XX, sino también de la de los años sesenta de la anterior centuria: de contar con una estructura productiva basada en la agricultura se ha transformado en otra dominada por los servicios, con dos agentes nuevos de especial significación: las mujeres (con incrementos espectaculares en actividad y formación) y los inmigrantes, con una eclosión de población desconocida a lo largo de nuestra historia. Vivimos en una sociedad postindustrial es los términos que la estamos definiendo.

[7] Laurence Théry, coord., Le travail intenable, resister collectivement à la l´intensification du travail, Ed. La Découverte, 2006.

[8] Franco Berardi, El sabio, el mercader y el guerrero, Ed. Acuarela y A. Machado, 2007.

[9] Un ejemplo esclarecedor es el de los medicamentos. Lo más difícil es descubrir la molécula. El costo de fabri­cación del propio medicamento, que se mide por el precio de los medicamentos genéricos, es mucho menor que la amortización de los gastos de investigación y desarrollo facturados en los medicamentos bajo licen­cia. Muchos otros ejemplos entran en este marco. Cuando se produce un filme, el costo está en el rodaje o en el montaje, más que en la fabricación de la copia. De manera más general, la información, ya sea que adopte la forma de un código digital, de un símbolo o de una molécula, es mucho más cara de diseñar que el contenido físico que luego se le otorga.

Este paradigma también se aplica a las firmas indus­triales. Así, en su campaña de publicidad, Renault, ayer símbolo de la sociedad industrial, quiere presentarse como diseñador de automóviles. Y de hecho, esta firma tiende a fabricar una parte cada vez menor de los autos que llevan su marca. En la década de 1950, Renault fabricaba el 80% del auto que se entregaba al concesionario. En la actualidad, no fabrica más que el 20%, y ya el tecnopolio de Renault, en Guyancourt, es el mayor sitio industrial de la firma, cuyo objetivo es precisamente el de fabricar la primera unidad. Si damos crédito a una anécdota representativa de esta evolución, el jefe de compras de Volkswagen en el Bra­sil se habría felicitado de que su empresa hubiese logrado externalizar lo esencial de la fabricación, dejando a la firma alemana lo que mejor sabe hacer: pegar las siglas vw en el frente del auto.

[10] Manuel Castells, La Galaxia Internet, Ed. Debolsillo, 2003.

[11] Andrés Bilbao, Modelos económicos, Ed. Talasa, 1999.

[12] Castells, Manuel, La era de la informacion (vol.1): economia, sociedad y cultura. la sociedad red, Alianza Editorial s.a., 2005

[13] María Emilia Casas Baamonde Jean de Munchk Peter Hanau Anders L Johanson Pamela Meadows Enzo Mingione Robert Salais Alain Supiot Paul van der Heijden, Trabajo y empleo. Transformaciones del trabajo y futuro del Derecho del Trabajo en Europa, Tirant lo Blanch,1999

[14] Ejemplos obtenidos de Daniel Cohen, Tres lecciones sobre la sociedad post-industrial, Ed. Katz, 2008.

[15] A. Gorz, Metamorfosis del trabajo, Ed.Sistema, 1995.

[16] Barbara Ehrenreich, Por cuatro duros, Ed. RBA, 2003.

[17] Philippe Askenazy, Les desordres du travail, Seuil, 2004.

[18] Philippe Askenazy, Les desordres du travail, Seuil, 2004.

[19] S. Beaud y M. Pialoux, Retour sur la condition ouvrière, Ed.Fayard 10/18, 2004.

[20] C.B. McPherson, La teoría política del individualismo posesivo, Ed Trotta, 2005.

Zygmunt Bauman, La sociedad individualizada, Ed. Cátedra, 2001.

[21] A. Orléan, Pouvoir de la finance, Ed. Odili Jacob, 1999.

A. Orléan, Au-delà de la transparence de l`information controler la liquidité, Revue Sprit, novembre 2008.

[22] El choque demográfico de los países ricos:

La evolución de la población en los países desarrollados desempeña asimismo un papel dinámico en las transformaciones en curso del sistema financiero. En la posguerra, esos países experimentaron un considerable choque demográfico: se trata del boom de los bebés que se tradujo en un restablecimiento temporal de la fecundidad y que se halló en el origen de una reactivación demográfica que contribuyó a la dinámica de los gloriosos treinta. Hoy en día, esos países comienzan a experimentar una contracción demográfica.

La contracción demográfica habrá de ejercer un efecto importante en los comportamientos de ahorro y de acumulación financiera: es en este punto en el que confluyen las finanzas y la demografía. De acuerdo con la hipótesis llamada del ciclo de vida la tasa de ahorro, es decir, la parte del ingreso ahorrado, varía en función de la edad. El ahorro es moderado durante la primera parte de la vida activa, pues los individuos más jóvenes economizan poco y contraen deudas con fines de consumo y para mantener a sus hijos; más adelante alcanzará su máximo, en el periodo que va de los 40 a los 65 años, que es el momento en el que los individuos de edad madura disponen su retiro, y disminuirá luego, en el momento de retirarse, que es cuando los más ancianos consumen su patrimonio. Ahora bien, como consecuencia del envejecimiento demográfico, los países ricos ven que numerosas generaciones alcanzan el periodo de ahorro intenso (de los 40 a los 65 años). Por esta razón, la tasa de ahorro global de esos países debería elevarse, lo que corresponde a una conducta patrimonial de acumulación de riqueza financiera. Sin embargo, no todas las regiones del mundo tienen las mismas estructuras demográficas. Una considerable parte del planeta tiene una población joven cuyo crecimiento es grande (como es el caso de Brasil e Indonesia, que son países emergentes), o incluso casi explosivo (la mayor parte de los países africanos). De ello resultan considerables distorsiones y desigualdades en la economía mundial: los países menos ricos poseen abundantes recursos humanos, si bien sus recursos financieros son escasos, en tanto que sucede lo contrario en los países desarrollados, cuya lenta evolución demográfica va acompañada de una considerable riqueza financiera.

En buena lógica, esas distorsiones deberían implicar transferencias internacionales de ahorro de los países ricos hacia los países pobres, así como flujos migratorios en sentido inverso. Sin embargo, no vemos que suceda así. Además, entre los países en desarrollo, los países emergentes acaparan la totalidad de las aportaciones: tres cuartos de las inversiones directas extranjeras, que se aplican a la construcción de fábricas o a la compra de empresas locales, benefician a 10 países, a la cabeza de los cuales se encuentran China y Brasil.¿Puede hablarse de mundialización cuando una parte tan importante del planeta se encuentra prácticamente excluida de las finanzas internacionales?

[23] Kindleberger, Charles P., Problemas historicos e interpretaciones económicas, Ed. Critica.

Kindleberger, Charles P., Manías pánicos y cracs Historia de las crisis financieras, Ed. Ariel, 1991.

[24] Varios, Neoliberalismo vs democracia, Ed.La piqueta, 1998.

[25] Luc Boltanski y Eva Chiapello, El nuevo espíritu del capitalismo, Ed. Akal.

[26] A. Escohotado, Los enemigos del comercio, Ed. Espasa, 2008.

[27] Alain Supiot, L´inscripción territoriale des lois, Revista ESPRIT, novembre 2008.

[28] M. Aglietta, la Crise. Pourquoi en est-on arrivé là ? Comment s’en sortir ?, Ed. Michalon, 2008.

[29] Jorge Riechman y otros, Vivir (bien) con menos, Ed. Icaria, 2007.

Jorge Riechman (coord.), ¿En que estamos fallando?, Ed. Icaria, 2008.

[30] David Schweickart, Más allá del capitalismo, Ed. Sal Terrae, 1997.

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