PALMA DE MALLORCA 22 I 23 DE GENER DE 2009
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El sindicalismo en el siglo XXI
José Luís López Bulla

 

En una de las epístolas de Séneca podemos leer: Desgraciado es el espíritu inquieto por el futuro. Y, sin embargo, los organizadores de este importante encuentro nos piden que hablemos del sindicalismo de todo el siglo XXI, sabiendo que una parte de esta centuria es también “el futuro”. Por mi parte, de manera precavida, me limitaré a dar mi opinión sobre el sindicalismo de nuestros días por dos razones: primero, porque están cayendo chuzos de punta y, en buena medida, según cómo interprete Noé el parte meteorológico podrá llevar el arca a puerto; segundo, porque el sindicalismo es, por encima de todo, un hecho cotidiano. Más todavía, depende de qué manera intervenga el sujeto social en esta cotidianeidad de la tremenda crisis que estamos sufriendo, el sindicalismo a lo largo y ancho “del siglo XXI” será de una u otra manera. Como dije en unas jornadas que celebraron mis compañeros asturianos a mediados de noviembre me parece más que evidente que la actual recesión es algo más que una crisis sectorial del sistema económico capitalista y, menos todavía, la expresión de una crisis de confianza en el sistema financiero y que, para salir de ella, es conveniente un momentáneo recurso a la intervención del Estado. A mi juicio es la crisis del mecanismo de acumulación capitalista que se ha ido afirmando en los últimos treinta años. Por ello no debe entenderse que es el fin del capitalismo, entre otras cosas porque no sabemos qué lo substituirá ni por quién será substituido. Ahora bien, incluso sin la presencia de este temporal el sindicalismo tendría ante sí toda una serie de desafíos, probablemente tan gigantescos como los acontecimientos que provocaron los primeros andares de los movimientos sindicales europeos a primeros del siglo XIX. 

El sindicalismo confederal se encuentra ante un desafío de grandes  proporciones, a saber, cómo resolver las enormes asimetrías en las que está envuelto en esta época que, siguiendo metafóricamente a Karl Jaspers, no dudo en calificar de `civilización axial´.  

A mi juicio son las siguientes asimetrías:

 

 

n    el nuevo paradigma es posfordista, el sujeto social sigue en las claves del fordismo;

n    el mundo es global e interdependiente, el sujeto social cuenta tan sólo con poderes locales;

n    la forma-sindicato sigue anclada, tanto en su capacidad de representación como en su arquitectura interna, en el mismo diseño de la fase que ya ha sido superada;

n    los nuevos tiempos requieren que el sindicalismo confederal sea un sujeto extrovertido hacia el mundo de la ciencia, la técnica y las humanidades, en cambio todo parece indicar que el sujeto social todavía no ha establecido los suficientes vasos comunicantes con ese universo de la intelligentzia, muy en especial con un pariente de segundo grado: el iuslaboralismo.   

Mientras se sigan dando tales asimetrías, la distancia entre el sindicalismo confederal y la utilidad de su acción colectiva, a la altura de estos nuestros tiempos, corre el peligro de ampliarse a lo largo del siglo XXI.  En pocas palabras, en esta civilización axial no se puede mantener una personalidad tradicional.           

Primera consideración: como he insinuado al principio, más que reflexionar sobre un periodo de tan largo recorrido –el itinerario de todo un siglo, el XXI— intentaré aproximarme a qué elementos de fuerte corrección entiendo debería presidir tanto la acción colectiva del sindicalismo confederal como su forma de representación y estructura. Lo hago, ciertamente, desde la comodidad de ver los toros desde el tendido de sombra, lo que no siempre es una garantía.

 

1. El nuevo paradigma  

Entiendo que hemos dejado atrás el fordismo tanto en su personalidad en el centro de trabajo como en la influencia social y de vida. La situación actual es radicalmente nueva. Algunos la calificamos –por pura comodidad expositiva—posfordista; otros la denominan la sociedad informacional (Manuel Castells); y, comoquiera que todo el mundo tiene un cierto deseo de ser puntilloso a la hora de las definiciones, hay quien la llama de `capitalismo molecular´ (Riccardo Terzi). Sea como fuere, el caso es que, definitivamente, el fordismo ha pasado a ser, en sus rasgos fundamentales,  pura herrumbre. Ahora bien, tengo para mí que lo más visible es la potente innovación-reestructuración de los aparatos de producción y de servicios que, de manera acelerada y profunda, está laminando el mundo tal como lo hemos vivido a lo largo del siglo XX. Todo ello tiene sus vastas repercusiones en el universo del trabajo, en la condición asalariada y en cómo los trabajadores se perciben a sí mismos. Más todavía, todo lo anterior cuestiona el carácter de los instrumentos institucionales (y el uso de los mismos) que sigue manteniendo el sindicalismo confederal.

      

Digamos que el sindicalismo es hijo putativo de una forma de capitalismo, que hoy ya no existe. Digamos que el sindicalismo se desarrolló esencialmente en el Estado nacional, que hoy ya no cuenta con los poderes de antaño. Digamos que el sindicalismo creció y se generalizó con el dedo índice apuntando al crecimiento ilimitado, que hoy se ve interferido por las amenazas medioambientales. Digamos, además, que las grandes conquistas de civilización que consiguió el sindicalismo –junto a toda una serie de actores políticos, familiares o no--  se dieron en el marco del Estado nacional como, por ejemplo, las protecciones públicas del welfare state, que hoy se ven interferidas por la innovación-reestructuración y el desvanecimiento de los grandes poderes de los estados nacionales. Digamos, pues, que en definitiva éstas son las perplejidades del sindicalismo confederal, pero también las de algunos sindicalistas eméritos que no acabamos de ver en la acción colectiva práctica de nuestra cofradía un adecuado hiato entre lo que son los tiempos actuales y cómo interviene el sindicalismo confederal. Todo lo máximo que vemos es unas positivas declaraciones de intenciones en los textos de los sindicalismos periféricos, pero que no acaban de hacerse carne.

      

No se trata de consideraciones abstractas. Léase atentamente la radiografía que algunos han hecho sobre los contenidos reales de la negociación colectiva[1]. A decir verdad, y sean salvadas algunas muy honrosas excepciones, todo ese elenco contractual sigue siendo heredero directo de la negociación colectiva de mis tiempos, que ya estaba bastante anticuada: mala herencia dejamos nosotros, desde luego, las gentes de mi generación. Porque lo cierto es que, en mi época, la plataforma reivindicativa y el acuerdo final del convenio se habían alejado substancialmente del proceso de innovación en el centro de trabajo. O, lo que es lo mismo: los contenidos reales de la negociación poco tenían que ver con el nuevo paradigma que teníamos delante de nuestros ojos. Les dejamos a las nuevas generaciones un legado poco positivo que, en todo caso, ellos han guardado y mantenido con un celo envidiable. 

En realidad la impresión que tengo es que parecen subsistir, quizá de manera inconsciente, una vieja idea y una antigua resignación. La vieja idea: los cambios que están en curso son algo así como una conspiración contra los trabajadores y los sindicatos. La antigua resignación: la organización del trabajo es cosa de los poderes unilaterales del empresario; en esa tesitura, el sindicalismo contesta el abuso de la organización del trabajo que le viene dada, pero no el uso de la misma: tres cuartos de lo mismo que hacíamos en mis tiempos cuando contestábamos el abuso del fordismo-taylorismo, pero no su uso que también nos venía impuesto.

 

Estas dos situaciones podrían explicar hasta qué punto existe un descomunal descuido por parte del sindicalismo confederal en todo el territorio de la organización del trabajo. Las diferentes auditorías descriptivas de la negociación colectiva que ha hecho Miquel Falguera muestran a las claras que la inmensa mayoría de las cláusulas contractuales relativas a la organización del trabajo son burdos copia-y-pega (ahora con ordenador, eso sí) de las muy ancianas Ordenanzas Laborales de aquellos viejos tiempos de la Dictadura franquista. Compruébese si se está exagerando.

Lo diré enfáticamente: el sindicalismo, al menos en las primeras décadas del siglo XXI, debe ajustar las cuentas con el paradigma tecnológico realmente existente. Lo que quiere decir que debe intervenir en todo el polinomio de la organización del trabajo. Ahí se mide la independencia y la alternatividad del sujeto social con relación a su contraparte.        

Medirse en el terreno de la organización del trabajo significaría  abordar en la práctica real de la contractualidad el gran problema de la flexibilidad. Precisamente para conseguir que deje de ser una patología y se convierta en instrumento de autonomía personal.

 

Estoy con Bruno Trentin cuando afirma:  “El uso flexible de las nuevas tecnologías, el cambio que provocan en las relaciones entre producción y mercado, la frecuencia de la tasa de innovación y el rápido envejecimiento de las tecnologías y las destrezas, la necesidad de compensarlas con la innovación y el conocimiento, la responsabilización del trabajo ejecutante como garante de la calidad de los resultados… harán efectivamente del trabajo (al menos en las actividades más innovadas) el primer factor de competitividad de la empresa. Son unos elementos que confirman el ocaso del concepto mismo de `trabajo abstracto´, sin calidad, --como denunciaba Marx, pero que fue el parámetro del fordismo-- y hacen del trabajo concreto (el trabajo pensado), que es el de la persona que trabaja, el punto de referencia de una nueva división del trabajo y de una nueva organización de la propia empresa. Esta es la tendencia cada vez más influyente que, de alguna manera, unifica dadas las nuevas necesidades de seguridad que reclaman las transformaciones en curso) un mundo del trabajo que está cada vez más desarticulado en sus formas contractuales e incluso en sus culturas; un mundo del trabajo que, cada vez más, vive un proceso de contagio entre los vínculos de un trabajo subordinado y los espacios de libertad de un trabajo con autonomía”[2].

Ahora bien, abordar la flexibilidad (que ya no es un instrumento de contingencia sino de muy largo recorrido) quiere decir situar como elemento central de la organización del trabajo el instrumento de la co-determinación de las condiciones de trabajo. Alerto, no estoy hablando del instituto de la cogestión; estoy planteando la codeterminación. Debe entenderse por codeterminación el permanente instrumento negocial de todo el universo de la organización del trabajo que queremos que vaya saliendo gradualmente de la actual lógica taylorista. Es decir, la codeterminación como método de fijación negociada, como punto de encuentro, entre el sujeto social y el empresario, anterior a decisiones "definitivas" en relación, por ejemplo, a la innovación tecnológica, al diseño de los sistemas de organización del trabajo y de las condiciones que se desprenden de ella. Esa actividad permanente (esto es, cotidiana) le ofrece otra dimensión, itinerante, al convenio colectivo. Claro que sí, se está hablando de un nuevo derecho de ciudadanía social en el centro de trabajo, de un imprescindible acompañante de la flexibilidad que, por tanto, es plenamente negociada.

Pero hay más, la codeterminación de las condiciones de trabajo (que no implica, por supuesto, confusión de los roles del sujeto social y del dador de trabajo) podría ser el instrumento que abordara globalmente –y no de manera parcializada— las condiciones de trabajo, que hasta la presente dan la impresión de ser abordadas como variables independientes las unas de las otras. Por ejemplo, la necesaria reordenación de los tiempos de trabajo, a través de la codeterminación, podría abordarse de mejor manera, no –como es costumbre inveterada— en tanto que variable desvinculada del resto de las condiciones de trabajo.

 

En definitiva, lo substancial es que la acción colectiva del sindicalismo confederal se incardine gradual y plenamente en el nuevo paradigma posfordista o como quiera llamársele.  Lo que, dicho a la pata la llana, expresaría que toda la acción contractual debe tener esa característica: estar insita en el nuevo paradigma de esta época axial. Una manera para ello sería el establecimiento de un compromiso de largo respiro: el pacto social por la innovación tecnológica[3].  Imprescindible, por lo demás, para abordar los desafíos que nos presenta el welfare. ¿Por qué? Porque no es posible entrar de lleno en tan notables materias si no es a través de un nuevo enfoque.

Diré que las políticas de welfare tradicionales han entrado en crisis, tal vez definitiva. Primero por los embates que recibe en los gigantescos procesos de innovación-reestructuración. Segundo porque la globalización le provoca enorme desajustes. Tercero porque las bases keynesianas  y fordistas que le sustentaron durante tantos años ya no existen. Cuarto porque el aluvión (a veces desordenado) de peticiones que recibe no le permite sostenibilidad. No proceder a darle una nueva dimensión al welfare –esto es, mantener el edificio como si nada hubiera cambiado— hace que los ataques ideologicistas contra el welfare encuentren un caldo de cultivo. Porque, no se olvide, el claro interés del ataque neoliberal no es otro que procurar que los grandes capitales públicos se orienten hacia el bussines privado.

En esas condiciones es imprescindible reordenar nuestro Estado de bienestar. Primero, en una dirección que supere el carácter de resarcimiento que le caracteriza para darle una orientación de promoción.  Segundo, vinculado –lo que quiere decir situar las compatibilidades de todas sus tutelas y promociones--  al hecho tecnológico. O, dicho con criterios negativos: no se puede mantener un welfare de naturaleza fordista, cuando este sistema ha pasado a mejor vida.           

Y, en parecida orientación: el mencionado pacto social por la innovación tecnológica podría suponer una hipótesis plausible de más adecuada vinculación con el paradigma medioambiental. 

 

2. La globalización interdependiente

El sindicalismo sigue siendo un sujeto local; sus poderes son locales. Diré entre paréntesis que la existencia de centrales sindicales supranacionales no contradice lo anterior, porque estos instrumentos no tienen poderes globales. Por supuesto, ello no quiere decir que consideremos irrelevante la existencia de la Central Sindical Internacional cuya partida de nacimiento, a nivel simbólico, fue la importante jornada global del 7 octubre pasado por el trabajo digno.   Por otra parte,  la política local no tiene suficiente poder ni los recursos adecuados para encarar una serie de importantes problemas. Esta situación continuará mientras tanto siga la separación entre la escala (global) de los problemas y el alcance (local) de la acción efectiva. Iniciativas locales pueden mitigar sólo temporalmente el impacto de los problemas producidos a nivel global, aunque lo máximo que pueden hacer es reorientar tales problemas a otros lugares. Sólo agencias políticas y jurídicas locales (todavía inexistentes) pueden domesticar las fuerzas globales, actualmente sin reglas y eliminar las raíces de la inseguridad global[4].

En esas condiciones, el (local) sujeto social está, a todas luces, imposibilitado para afrontar los grandes retos de esta civilización axial. Esto es, los grandes procesos de innovación-reestructuración, la relación entre economía y medioambiente, las tutelas del welfare y la permanente mutación de los mercados laborales, las grandes reformas todavía pendientes y el universo de los derechos. Ya no se trata de interferencias sino de nuevos elementos, de una situación radicalmente distinta que no tiene precedentes en la historia del movimiento sindical.     

De ahí que, mientras se mantenga esta asimetría entre problemas globales y disponer sólamente de poderes locales, el sindicalismo se verá constreñido a una acción tutelar tan limitada como escasamente eficaz. Es más, la ausencia de poderes sindicales trasnacionales (poderes, lo que se dice poderes) está comportando una especie de acción sindical, desordenada como un tropel de movimientos sin relación entre sí y sin ninguna vinculación a un proyecto común. Por ejemplo, en los últimos tiempos hemos asistido a una serie de importantes batallas con relación a las políticas de welfare de diversos países europeos. Pues bien, los italianos iban por un sitio, los franceses por otro y el resto por donde les convenía a cada cual por separado. Sin embargo, el sindicato europeo fue incapaz de establecer una mínima vinculación –esto es, un proyecto previo— que implicara a las diversas cofradías parroquianas. Cada sindicato marchaba en solitario y todos ellos no se sentían partícipes de algo común. De manera que no sólo todo ello ha entrado en crisis definitiva sino que además no conduce a ningún lugar. Es más, tengo la vaga impresión de que está apareciendo una vieja y ya inútil cultura en el sindicalismo, esto es, la renacionalización, tal vez como contagio indirecto de los vaivenes de la política europea. Mala cosa, desde luego. 

3. La forma-sindicato  

Aunque he escrito en numerosas ocasiones acerca del envejecido (y ya plenamente inútil) instrumento del comité de empresa[5], considero que en lo atinente a la representación del sindicato hay cosas más importantes. Por supuesto, reitero mi posición que, desde hace muchos años, es inamistosa hacia el actual modelo dual de representación en nuestro país. Pero vayamos por partes.

Para abordar ordenadamente las cosas, creo que es necesario hablar de los siguientes aspectos: 1) los nuevos elementos de democraticidad del sindicalismo, 2) las nuevas tipologías asalariadas que están emergiendo y, 3) el modelo dual de representación realmente existente y sus carencias, y 4) repensar la confederalidad del sindicalismo español. Por supuesto, son temas que se entrelazan los unos con los otros. Es decir, la forma-sindicato no es una expresión administrativa o de noble intendencia del sindicalismo. Es, ante todo y por encima de todo, la manera de cómo entiende el sujeto social la representación, tutela y promoción de todas las diversidades del conjunto asalariado: desde aquellas que están en constante emergencia hasta las que van quedando, con perdón, como los últimos mohicanos.  De ahí que me parezca chocante  que, a estas alturas y dados los vertiginosos cambios operados en los últimos treinta años, mis cofrades mantengan las formas de representación, tanto en el centro de trabajo como en sus alrededores, de mis años mozos. Lo que, por si faltase poco, provoca un déficit de participación colectiva.

Mi reflexión apuntaría, desde luego, a proponer nuevos elementos de acumulación democrática y participativa en el sindicalismo con la siguiente orientación y sentido: poner las bases de un sindicalismo de los trabajadores que vaya abandonando gradualmente su carácter de sindicalismo para los trabajadores.  Así pues, la forma-sindicato parece tener dos objetivos: representar más adecuadamente al conjunto asalariado y aprehender de los trabajadores sus saberes –su general intellect, en la acepción marxiana— a la vez que concita una red difusa de hechos participativos. Por ejemplo, tengo para mí que el sindicalismo debe proponerse dos grandes conceptos: los límites de los poderes de sus respectivas estructuras y lo que he dado en llamar la “soberanía sindical”[6]. Aclaro estas dos cuestiones.

Da la impresión que los dirigentes sindicales siguen a pies juntillas la máxima jurídica de “a maiori ad minus”, quien puede al más, puede al menos. Un concepto que, por ejemplo, se ha elevado a dogmática en la confrontación entre la casa granconfederal y Comisiones Obreras de Catalunya en el debate precongresual. Pero que, en realidad, podría decirse que es el pan nuestro de cada día en las relaciones entre todos los centros y todas las periferias sindicales. Se trata de una idea descabellada que se mantiene porque todos los centros --¿habrá que recordar que también todas las periferias son, a la vez, centro de sus propias periferias?— tienen una lógica natural a la extralimitación de sus poderes. Pero también porque nadie ha querido fijar los límites, basados en sus propias competencias y responsabilidades, de lo que pueden hacer y lo que no pueden hacer. En concreto, por la inexistencia de un adecuado pacto confederal. Me interesa dejar meridianamente claro, si es que soy capaz de ello, que no estoy hablando de cosas administrativas o de la muy noble y necesaria intendencia del sindicato. Aludo muy directamente a cuestiones atinentes a algo tan serio como la negociación colectiva.

Por ejemplo: ¿Puede el sindicalismo, en nombre del monopolio de su poder contractual (que, no se olvide, le viene dado por la ley) imponer unas determinadas pautas negociales, incluso en nombre de la mayoría, que no tengan en cuenta o --peor aún, violen— los derechos de las minorías? Desde luego que no, a mi modo de ver las cosas. Las estructuras y las mayorías no tienen un poder ilimitado sino, en determinados momentos, compartido con toda una serie de las subjetividades que están presentes dentro y fuera de los centros de trabajo. De ahí que debería empezarse por establecer una convención estatutaria que estipule qué debe decidirse en cada ámbito, acompañado por sus límites y compatibilidades. O, si se prefiere, en las palabras mucho más sabias del maestro Luigi Ferrajoli: “lo indecidible para cualquier mayoría o bien por qué ciertas cosas no pueden ser decididas, y por qué otras no pueden no ser decididas”[7]. En caso contrario, la capacidad de representación, tutela y promoción del sindicalismo confederal iría en dirección opuesta a lo retóricamente declarado en la literatura congresual de ser el “sindicalismo de las diversidades”. Seguiría siendo el sujeto social de la uniformización fordista. En realidad estoy intentando establecer una analogía con la “soberanía popular”.

La segunda cuestión es, orientada a una mayor acumulación democrática, es lo que llamaría “soberanía sindical”. (Se trata de un término confuso porque no soy capaz de dar con la tecla adecuada). En realidad estoy intentando establecer una analogía con la “soberanía popular”. Que, en el sindicato es más necesaria, si cabe, porque –como se ha recordado anteriormente--  el sujeto social detenta por ley el monopolio del poder contractual.  No se trata, afirmo para despejar cualquier brote de ictericia, de que toda decisión tenga que ser sometida a referéndum. Pero sí se trata de estipular qué decisiones pueden ser motivo de una consulta debidamente reglada. Por ejemplo, los convenios colectivos. Donde, como se ha dicho más arriba, hay que reglar lo que es decidible y por quién y aquello que no lo es.               

4. El sindicalismo confederal, sujeto extrovertido.

Ninguno de los grandes desafíos que tiene el mundo del trabajo heterodirecto pueden solucionarse desde la propia fortaleza sindical. De ahí la necesidad de que el sujeto social se relacione con el mundo de los saberes y conocimientos de las humanidades, la ciencia y la técnica. De la obligación de establecer puentes de diálogo con esas disciplinas académicas. Y, desde ese foro permanente, diseñar su propio proyecto organizado.

Lo que no es posible es que, por ejemplo, no exista un diálogo fuerte con los iuslaboralistas. Ese estar de espaldas no tiene nombre. Y sin embargo, salvo muy raras excepciones, apenas si existen los necesarios contactos, al margen del aprovechamiento de los abogados laboralistas para la tutela de la acción colectiva. No es criticable este aprovechamiento `instrumental´, lo censurable es la ausencia de relaciones para el conjunto de los objetivos comunes. Y tres cuartos de lo mismo podemos decir con relación al mundo de la sociología, la ingeniería y otras islas adyacentes.   

5. Consideraciones finales

¿Está en condiciones el sindicalismo confederal de salir gradualmente de estas enormes asimetrías? La pelota, desde luego, está en su tejado. Y, en lo que atañe a su labor, habrá que recordar la famosa máxima divittoriana. Es conocido que, tras la derrota de la CGIL en Fiat a mediados de los cincuenta, todos los sindicalistas achacaban dicho desastre a las prácticas represivas de la dirección de la empresa o a la `traición´ de los otros sindicatos. Giuseppe Di Vittorio respondió tajante: “Vale, pero aunque así fuera, tendríamos que analizar cuáles son nuestras responsabilidades en esa derrota, aunque sólo tengamos un uno por ciento”.  

Mi respuesta a las posibilidades de salir de las asimetrías es cauta. Pero añado: el sindicalismo está en mejores condiciones que nunca para enhebrar un proyecto para salir de esta situación. El sindicalismo ya no es la prótesis de ningún partido, ni tampoco está al servicio de las contingencias del conflicto político. Se diría que ha conquistado su condición de sujeto político autónomo y, en esta situación nueva, las únicas limitaciones que tienen son sus saberes y sus todavía viejas prácticas. Pero, con unos y otras, puede avanzar porque ya no es subalterno de Papá-partido y de sus intereses nobles o espurios. Dicho con no menos claridad: por primera vez en su historia, el sindicalismo puede hacer las cosas no siendo un sujeto subalterno. Cierto, es una condición necesaria, aunque no suficiente. Pero ya es un paso.

Por lo demás, desde esa condición independiente y autónoma está en mejores condiciones, además, para dialogar extrovertidamente con todos los sujetos (incluidos los partidos políticos), con el mundo del iuslaboralismo, con la intelligentzia toda para encarar los potentes desafíos. Que no han hecho más que insinuarse.     

 



[4] Zigmunt Bauman en http://lopezbulla.blogspot.com/2008/06/zygmunt-bauman-en-metiendo-bulla_30.html « Nativos contra migrantes »

 

[7] Luigi Ferrajoli “Democracia y galantismo” páginas 30 y 31 (Trotta, 2008)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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