“LA LEY CONCURSAL: UN CASO CLINICO”
Rafael Miquel, abogado laboralista de baja intensidad
“Life is what happens while you are busy making other plans”
John Lennon
La prospectiva a la que invita el pomposo título de la jornada, “Derecho del trabajo en el siglo XXI”, es una tentación. En mi caso, ando tan ocupado lidiando con el presente que no me queda tiempo para mucho más. Por eso respondo a la amable invitación de Antoni Oliver con una personal comunicación que creo de rabiosa actualidad. Llámenme oportunista, pero la crisis, el crac o lo que sea que nos está pasando ha situado en todas las portadas una ley que sería perfecta para los trabajadores con la condición de que rigiera en tiempos de arcadia económica, es decir, en épocas utópicas de solvencia empresarial general y de pleno empleo.
En los actuales tiempos de crisis, la ley se está comportando con los trabajadores como aquellos entrañables artefactos voladores construidos en los albores de la aviación que después de levantarse unos metros del suelo caían estrepitosamente. Eso es justo lo que ha pasado con este aparato legislativo que conocemos como ley concursal con la sola y no poca diferencia de que los estrellados por la norma no son los osados pilotos que guiaban aquellos viejos cacharros sino los trabajadores que suben refunfuñando al avión concursal fletado por la agencia de viajes ERE.
La puesta en funcionamiento de la ley concursal ha desvelado dos graves problemas para los trabajadores que tienen la desgracia de verse encerrados en sus preceptos: uno es inmunitario y el otro, filosófico. El primer paciente sometido a un transplante de corazón por el Doctor Barnard en 1967 sobrevivió 18 días a la operación. Tuvieron que pasar décadas para que la media de supervivencia de los transplantados llegara a los doce años.
Aun así, la vida de estos pacientes está supeditada a la toma diaria de múltiples fármacos que bloquean el natural rechazo del cuerpo receptor al corazón ajeno. Como en un transplante de órganos humanos, las normas laborales introducidas en la ley concursal son atacadas por el sistema inmune mercantil al identificarlas como cuerpos extraños a los que hay que neutralizar. Con la diferencia de que aquí no hay fármaco humano capaz de evitar el rechazo.
El redactor del anteproyecto de la ley concursal debió ser consciente del problema inmunitario que se iba a producir y lo cortó de raíz al proponer, entre otras cosas, que el juez mercantil pudiera acordar por sí la extinción, suspensión y modificación de las relaciones laborales “sin necesidad de seguir los trámites establecidos al efecto por la legislación laboral”. Talmente el presidente Bush cuando propuso la tala masiva de árboles para prevenir los incendios forestales. O, dicho en términos más castizos, “muerto el perro, se acabó la rabia”.
En cualquier caso, habría que alabar la coherencia de un anteproyecto que, con descaro y sin ambages, decretaba la absoluta primacía del carácter mercantil de la norma y la correlativa sumisión de los intereses laborales a los del concursado y los acreedores. El mechado de artículos laborales que finalmente se ejecutó en la carne mercantil de la ley a través de enmiendas parlamentarias solo sirvió para acallar la mala conciencia de algunos y crear falsas expectativas que la aplicación práctica de la norma concursal se ha encargado de frustrar.
En contra de lo que algunos venden para calmar a los obreros recelosos, de las dos finalidades que persiguen las instituciones relacionadas con las crisis empresariales - la satisfacción de los créditos y la conservación de la empresa - la ley concursal solamente se preocupa de verdad de la primera. No en balde somete cosas tan sagradas como la continuidad de la explotación, el mantenimiento del empleo, el acompañamiento social de los excedentes y el interés económico general implícito en cualquier crisis a “la satisfacción de los acreedores” que, según la exposición de motivos de la ley es ”la finalidad esencial del concurso”. El proceso concursal no es, pues, como dijo en patosa ocurrencia un día un juez, la UVI donde se recuperan las empresas sino el CSI donde se realiza su despiece en cuyo reparto los únicos que nunca pierden son el abogado del concursado y los administradores concursales.
Con estos antecedentes, que nadie se sorprenda de que, para evitar que los trabajadores se desmanden en el concurso e intenten moverse libremente por todas las parcelas del proceso, la ley y sus guardianes los coloquen, cual intrusos que intentaran colarse en una boda sin invitación, en la “pecera” del artículo 64 donde se ven obligados a pasar por la sádica experiencia de celebrar unas consultas inútiles cuyo resultado está más cantado que un combate de lucha libre americana: “todos a la calle con veinte días por año”. Y si por ventura a los trabajadores se les ocurre darse un garbeo por las trochas de las acciones rescisorias, las veredas de la calificación del concurso o los caminos de la liquidación, se van a encontrar de frente con un cartel, al modo del que preside la puerta del infierno de Dante, que dice: “Un paso más y te quito la justicia gratuita”.
Por su parte, el problema filosófico descansa en la particular visión del mundo (weltanschaung) que anida en las mentes de los operadores jurídicos mercantiles, los mismos que monopolizan las decisiones que afectan a los derechos de los trabajadores atrapados en los expedientes de regulación de empleo tramitados en la jurisdicción de comercio. Jueces a los que no se les exigen especiales conocimientos en derecho del trabajo y administradores concursales economistas o letrados elegidos entre expertos en derecho mercantil son los encargados de que la única filosofía que impere en los concursos sea aquella que tiene como máxima prioridad la protección de los comerciantes, sea el concursado, sean los acreedores.
En esa concepción filosófica, para la que un “plan social” es una cena de matrimonios en un restaurante de moda y cuyo diálogo con el mundo del trabajo es tan fluido como el de israelíes y palestinos, los trabajadores solo llegan a la condición de incómodos subalternos a los que alejar de la planta noble donde se cuecen las decisiones estratégicas del concurso. Eso sí, de lo que no se libra nunca el currante excedente es de la paternalista palmada en la espalda a cargo de los mismos que con la otra mano los condenan al paro mediante el despido traumático y barato que es la finale repetida e inevitable de todos los concursos.
Con este panorama, a nadie debería extrañar que abogados listos hayan encontrado en la ley concursal el atajo perfecto para conseguir sin apenas despeinarse cierres de empresas o drásticas reducciones de plantilla a partir de tres axiomas concursales: 1) La admisión del concurso es suficiente prueba para la aceptación del expediente de regulación de empleo; 2) La indemnización máxima será de veinte días por año y 3) Los trabajadores permanecerán tranquilitos en la pecera del artículo 64. ¡Ah! Y todo ello sin necesidad de dar la cara ante las víctimas ni ante la autoridad laboral porque el “trabajo sucio” del expediente lo hace la administración concursal en la penumbra protectora del proceso judicial.
Han descubierto un auténtico chollo procesal que les permite hacer cuchufletas a los expedientes de regulación de empleo ordinarios en los que hay que bregar a cara descubierta, en igualdad de condiciones con la otra parte y bajo la tutela de la autoridad laboral. No por el método inductivo sino por el del botón de muestra, véase el diferente resultado en capacidad de negociación y pérdida de empleo entre dos expedientes recientes de compañías aéreas, uno ante la autoridad laboral y el otro ante el juez mercantil. Tampoco es nada extraño ver cómo el auto de un juez mercantil autorizando las medidas extintivas de un expediente de regulación de empleo pasa olímpicamente del informe preceptivo en contra de la autoridad laboral.
Queda un último apunte antes de entrar en la parte de propuestas reclamada por la organización. Se trata del actual colapso de los juzgados mercantiles que, unido a la lentitud genética de estos procesos, está produciendo unos efectos devastadores en empresas en concurso que dejan de pagar los salarios a sus trabajadores que ven como transcurren largos meses sin cobrar y sin poder acogerse a las prestaciones por desempleo. En los juzgados de Palma se dan casos de afectados que llevan más de seis meses en esta situación que algunos han calificado de limbo jurídico.
No estoy de acuerdo con la metáfora católica post mortem porque no se trata de un limbo sino de un auténtico infierno legal que nadie previó y de cuya remisión nadie parece hacerse responsable. En este sentido, no me cansaré de repetir que la exposición de motivos de la ley no engaña a nadie cuando afirma que “la satisfacción de los acreedores es la finalidad esencial del concurso”. De la solución al problema de los trabajadores que llevan meses sin cobrar y sin posibilidad de apuntarse al paro la exposición de motivos de la ley no dice nada, la ley, tampoco, los jueces, tampoco. El apartado de propuestas que cierra esta comunicación es el más fácil. Para acabar con los estragos que produce la ley, solo cabe una reforma legal que extraiga el corazón laboral del cuerpo mercantil donde nunca debió morar y lo ponga en su lugar natural, donde pueda latir libremente. O, para los creyentes, rezar para que te toque algún juez inspirado en los principios del derecho laboral, experto en esa rama del derecho y con el coraje e imaginación suficiente para significarse en la manada.
Palma, diciembre de 2008.
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